Pierre-Augustin de Beaumarchais (1732-1799) además de ser un dramaturgo reconocido por sus obras de ambiente español como El barbero de Sevilla o Las bodas de Fígaro, fue un hombre de vida inquieta. Entre sus oficios más singulares destacaban los de espía y traficante de armas, además de haber sido renovador de un sistema de escape para los relojes de entonces, un mecanismo por el cual la liberación de la cuerda se hacía a un ritmo más preciso.
Gracias a su dominio de la horología —ciencia de medir el tiempo—, los relojes de bolsillo se convirtieron en piezas de uso fiable y dejaron de ser meras piezas de adorno. En un principio, el relojero del rey, Jean André Lepaute, al conocer un invento tan práctico le robó la idea al joven Beaumarchais y la presentó como suya. Con todo, la Academia de Ciencias de Francia decidió que el invento era de Beaumarchais. Y esto lo consiguió el joven inventor con astucia, es decir, enviando cinco cajas a los miembros de la Academia. En ellas estaban contenidas los errores, los tanteos, los fallos cometidos por Beaumarchais antes de dar con el invento.
Esta misma historia es la que cuenta Ernö Rubik —el del Cubo— en su libro autobiográfico (Blackie Books, 2022) para ilustrarnos de que todo proceso científico lleva incluido el error como atributo. En su caso, en el caso de Rubik, fueron muchos los errores que cometió antes de llevar su Cubo mágico a la oficina de patentes.
El más visible fue fijar con gomas el centro de gravedad del Cubo para que la posición de las piezas pudiese variar en cada giro. Con pocos golpes de muñeca las gomas se rompían y las piezas saltaban. Llevó meses dar con un mecanismo de tornillos y de muelles para que un sólido como el cubo pudiese ser doblado y retorcido sin descomponerse. Pero hubo más errores.
Rubik ilustra que todo proceso científico lleva incluido el error. En su caso, fueron muchos; el más visible: fijar el Cubo con gomas para que la posición de las piezas pudiese variar en cada giro
Cada vez que se presentaba uno, Rubik lo desmenuzaba en partes, arreglando y corrigiendo cada una de las partes por separado. Después, cuando juntaba las correcciones, era cuando comprendía la naturaleza del error. De esta manera, incorporando a la metodología científica la intuición que, como bien describe Rubik, es la mística del pensamiento, consiguió crear un puzzle dinámico con colores llamativos; un cubo que es un juego y que invita a ser manipulado; un rompecabezas contenido en un objeto de tres dimensiones donde lo importante no van a ser las piezas tomadas de una en una, sino el movimiento del conjunto.
Algo único que muy pronto se convertiría en un objeto de consumo y que, con el tiempo, pasaría a formar parte del imaginario de las personas que vivimos los años ochenta. El Cubo de Rubik marcó una época, de tal manera que bien puede hablarse de la vida a. C. (antes del Cubo) y d. C (después del Cubo).
El Cubo de Rubik nos ayuda a abrir la puerta por la cual experimentamos el mundo, pues son nuestras manos el recurso que utiliza el cerebro para ello. La destreza manual a la hora de completar el Cubo nos lleva a afirmar que nuestras manos piensan. En este libro autobiográfico, Rubik nos hace pensar en la ciencia para después hacernos comprender que experimentar no es otra cosa que inventar una observación, lo que nos conduce de nuevo al tal Lepaute, relojero del rey que, por mucho que presentase como suyo el invento del escape de los relojes, no pudo presentar sus observaciones conseguidas durante el proceso creativo.
Porque en ciencia, los errores siempre cuentan lo que los aciertos callan.
El hacha de piedra es una sección donde Montero Glez, con voluntad de prosa, ejerce su asedio particular a la realidad científica para manifestar que ciencia y arte son formas complementarias de conocimiento.
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