La tensión reinaba en el ambiente de uno de los primeros aviones que aterrizó en Culiacán este viernes. El Estado llevaba unas 24 horas completamente aislado y el aeropuerto no había visto llegar a nadie después de cerrar sus puertas a causa de la balacera que el crimen organizado perpetró sobre una nave del Ejército mexicano y un vuelo comercial de Aeroméxico. Una decena de tiroteos y una veintena de narcobloqueos habían espantado lo suficiente a la gente, nadie quería viajar a Sinaloa la mañana de este viernes. Ni las aerolíneas, ni aquellos pasajeros que tenían su itinerario listo. El vuelo de Volaris, una de las pocas empresas que se animó a hacer el viaje, lo hizo con dos tercios del avión vacío, apenas con algunos locales que querían volver a casa y un puñado de periodistas. “Vamos, pero con mucho temor, solo queremos llegar a encerrarnos con la familia”, comenta doña Ana —nombre ficticio por seguridad—, que reside con su hijo en la ciudad.
De la madrugada del jueves a la del viernes, Sinaloa pasó 24 horas bajo fuego. Las primeras señales de que la guerra se había vuelto a desatar llegaron sobre las cuatro de la madrugada del jueves desde un rancho en el poblado de Jesús María, a 45 kilómetros de Culiacán, la capital del Estado. Habían atrapado a uno de los niños mimados del Cartel de Sinaloa, Ovidio Guzmán, de la fracción Los Chapitos. Como en 2019, cuando las fuerzas de seguridad atraparon por primera vez al hijo de Joaquín El Chapo Guzmán, la respuesta del crimen organizado fue paralizar durante todo el día la entidad hasta lograr la liberación. Esta vez no lo lograron y el jueves negro, el segundo en la historia reciente del Estado, dejó un saldo de 29 muertos, 35 heridos y 21 detenidos.
Culiacán era este viernes el epicentro de una ficticia vuelta a la normalidad. Apenas había algunas tiendas abiertas y algunos coches que circulaban por las calles, mientras que a un costado quedaban los restos aún calientes de las estructuras de camiones y coches calcinados. Vestigios de hogueras que atemorizaron a una ciudad completa que horas después seguían emanando un olor a gasolina mezclado con aceite quemado. Unos pocos policías custodiaban los hospitales, donde el jueves el crimen organizado intentó secuestrar a médicos que pudieran atender a los criminales heridos en sus guaridas. Otro puñado de soldados resguardaba el servicio médico forense, para que el cartel no pudiera llevarse los cuerpos de los miembros caídos. A unos kilómetros de allí continuaban los despojos de coches en manos de hombres armados, pero en números mucho menores, algo cotidiano para la población de uno de los Estados más peligrosos de México.
La ficticia vuelta a la vida no llegó a 45 kilómetros de la capital del Estado, en el poblado de Jesús María. Pocos se animan a visitar un día cualquiera aquel rincón que domina el narcotráfico y donde creció Ovidio Guzmán. La periodista América Armenta lo hizo el día después de que se desatara la guerra. Ha sido, describe, una de las tareas “más difíciles” que ha tenido que hacer en su carrera. Allí se encontró a un poblado sitiado por las fuerzas armadas, sin comunicación, electricidad ni comida.
Armenta relata imágenes dignas de un escenario de batalla. “Las casas tenían impactos de fusiles, alfombras de casquillos. Los vecinos querían que sepamos: ‘Las autoridades dicen que no pasa nada, pero mi vecina tiene una bala perdida’. Si algo tenía esa gente, era miedo”. En el camino encontró una decena de granadas activas, listas para volar por los aires, y los cuerpos de dos hombres jóvenes sin vida tirados sobre un montículo de escombros. En el fondo, ya vacía y con las puertas abiertas de par en par, la casa de los Guzmán. Allí donde toda la batalla del jueves vio su principio, pero no su final.
El aeropuerto tenía, después de las horas de caos, apenas unas tiendas abiertas y unos pocos visitantes. Casi sin presencia de las fuerzas armadas. Bryan Alonso, un empleado de Viva Aerobus, volvió a trabajar después de pasar el peor día laboral de su vida. Sobre las siete de mañana del jueves, recuerda, empezaron a escuchar tiros en la puerta del aeropuerto. “Venían de ahí donde se para siempre la Guardia Nacional”, cuenta. La gente comenzó a gritar y correr para poder esconderse. Nadie entendía qué pasaba, el crimen organizado nunca había llegado tan lejos.
Alonso relata que muchos pasajeros se resguardaron junto con los trabajadores detrás del mostrador de la aerolínea. Ante la imposibilidad de ingresar a las instalaciones, los criminales rodearon el lugar y comenzaron a tirar balazos a los aviones desde una malla que rodea las pistas de aterrizaje y despegue, cuenta otro trabajador del aeropuerto. Querían evitar que las fuerzas de seguridad se llevaran a Guzmán de Sinaloa.
El fracaso en detener el operativo militar desató la revancha. El crimen organizado tomó las calles con la contundencia de todo su poder. Decenas de criminales sometieron durante horas a una población acostumbrada a convivir con el monstruo del crimen organizado. Pero lo de este jueves era algo más que aquella violencia que ven cada día: era la furia del narco en todo su esplendor. Bloquearon al menos 19 puntos en todo el Estado, y en esos retenes, a punta de pistola despojaron a ciudadanos de sus coches y a periodistas de sus teléfonos celulares. Amenazaron a quien se cruzaron, prendieron fuego decenas de vehículos y balearon a los policías que encontraron en el camino.
Pese al miedo de la gente a salir a la calle, decenas de personas se acercaron este viernes a la Fiscalía a denunciar el robo de su auto. Cecilia Machado era una de las afectadas. La mujer, de 29 años, trabajadora del Instituto Mexicano del Seguro Social (IMSS), iba a buscar leche para su hija cuando una camioneta se le cruzó y de ella bajaron dos hombres de unos 25 años con rifles en la mano. Le quitaron su vehículo, y la dejaron sin nada. “Me dijo el muchacho: ‘Es parte de mi trabajo”, relata a las puertas de la Fiscalía, “estaba muy nervioso, como que no sabía robar”. Una pareja que estaba en el sitio la recibió en su casa para que no se quedara desprotegida en la calle. “Está muy feo, ya da miedo salir, yo no iba con mi bebé, pero sí tuve miedo”, dice con la voz quebrada.
Un hombre, sentado en la acera de la Fiscalía, cuenta que a él le quitaron un camión de su jefe que manejaba por la carretera a Badiraguato, la cuna del padre de Guzmán, uno de los fundadores del Cartel de Sinaloa. Sobre las 5.40 de la madrugada un comando de diez hombres armados le emboscaron para quitarle el vehículo. “Le queda el temor a uno de que sale a la calle y no sabe qué le va a pasar”, dice el chofer, que no quiere dar su nombre por miedo. Horas después encontraron el camión “todo quemado”, a pocos metros del sitio donde se lo quitaron. Este viernes ha tenido que salir de su casa para denunciar el robo, a pesar del pánico de enfrentar el afuera. Los rumores de que habrá una venganza mayor no han dejado de circular. “Da miedo, pero hay que pujar en la vida, en la casa no le queda nada a uno”.
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