En el deporte, menos aún si es colectivo, nadie gana solo. Sin embargo, a menudo se es juzgado por las masas en torno a ese único factor, el triunfo. Como si todo quedase ahí. Nada más parece importar cuando cualquier análisis o incluso estigma se construye en torno al resultado final, reduciendo a cenizas todo contexto. La narrativa dominante apunta que eres lo que ganas y, en caso de no hacerlo, corres el riesgo de acabar no siendo nada.
A la tiranía del resultado ha de sumarse, en la NBA de estos días, la permanente agitación en lo referente al movimiento de estrellas, escenario motivado por el creciente poder, en cuanto a toma de decisiones, de unos jugadores capaces ya incluso de condicionar proyectos enteros. Y sencillo es apuntar a Brooklyn para comprobarlo. Pero en el fondo ambos elementos, el triunfo y el control del destino, parecen ir unidos para todo jugador de gran nivel que entiende que su legado se formará a partir de cuánto se pueble su palmarés.
Por ello lo de Damian Lillard sigue siendo un caso peculiar. Porque por un lado, habiendo cumplido 32 años, su éxito colectivo, con ninguna presencia en las Finales de la NBA y solo una en Finales de Conferencia (2019), hiere su dimensión como jugador. Pero, por el otro, sigue renunciando por convicción a romper su vínculo con los Blazers, la única franquicia que ha conocido en sus ya once años de carrera profesional.
“Deseo ganar tanto como el que más pero, tal y como entiendo esto, encontraría mucha más satisfacción si lo hago llegando por el camino difícil”, ha apuntado el jugador en decenas de ocasiones. “Si acabo mi carrera sin ganar, podré vivir con ello si valoro el esfuerzo que puse en intentar lograrlo”, resumía, explicando no solo la forma en la que interpreta su carrera sino, de hecho, también su vida.
En realidad, el significado de Lillard en Portland (y el estado de Oregon) va mucho más allá de su faceta deportiva. Ya durante su año de novato creó el programa ‘Respect’, dirigido a estudiantes de instituto, con el fin de facilitar recursos y servir como guía en valores a jóvenes en formación –académica y personal-. Aún hoy sus periódicas apariciones por los distintos centros integrados en el programa, muestra del interés que posee en su desarrollo, siguen dejando perplejos a los adolescentes, que tienen en él un modelo vital. No hay, al final, profesor que pueda captar la atención de un alumno al nivel de su ídolo.
Durante diez años Lillard ha ideado innumerables iniciativas centradas en la comunidad. De Portland, su hogar profesional, a Oakland, su sitio natal. Desde acciones premeditadas (refundó un festival veraniego en California) hasta otras improvisadas (hace unos veranos se reunió, previa convocatoria en redes sociales, con cientos de aficionados para pasar la tarde con ellos y regalarles material deportivo en un parque al noroeste de Portland).
Lillard pareció caer en el olvido, al menos para el canibalismo mediático que se nutre de la pujante actualidad, cuando el curso pasado –aquejado de una lesión abdominal- disputó solo 29 partidos, con diferencia el dato más bajo de su trayectoria. Sin él, los Blazers se hundieron. Muy rápido se olvidó –sin ir más lejos- su final de campaña anterior (2020-21), en la que promedió 34 puntos y 10 asistencias en Playoffs, incluyendo una alienígena actuación de 55 tantos y 10 pases de canasta. O simplemente que en cinco de las seis temporadas anteriores había terminado entre los ocho mejores jugadores NBA en la carrera por el galardón más preciado, el MVP.
El reconocimiento es efímero y su caducidad inmediata, pero él abraza el resurgimiento. “Creo que hay más respeto por el éxito cuando se ve cómo manejas los malos momentos”, admitía la última campaña, a raíz de las críticas. Porque si algo tiene claro es su compromiso con la causa, un sentimiento de pertenencia forjado a fuego, y en familia, desde la niñez. Su dorsal ‘0′, de hecho, no es de elección casual porque –asemejando el cero a la letra ‘o’- sirve como reconocimiento a de dónde viene (Oakland, donde nació; Ogden, donde se formó a nivel universitario; y Oregon, donde desarrolla su etapa profesional).
Ahora, el ilusionante inicio de curso de los Blazers, en la zona alta de la Conferencia Oeste, estimula su predador carácter competitivo. La ayuda recibida en verano, en forma sobre todo del aterrizaje del versátil Jerami Grant, un alero con vocación de salvavidas, por su capacidad de cubrir muy distintos roles en ambos lados de la cancha, ha acudido al rescate de Portland. Porque Grant ha dotado al conjunto de Chauncey Billups de un necesario camino al equilibrio.
En el fondo, el problema de los Blazers durante la última década solía reposar en cómo sus deficiencias defensivas deshacían el dominio de su ataque. Una fragilidad que penalizaba siempre en las eliminatorias. Ahora, con el ilusionante Anfernee Simons ocupando el hueco que dejó CJ McCollum en el perímetro, se trabaja en robustecer la estructura con perfiles como Josh Hart y Justise Winslow, ambos de marcado carácter colectivo, poniendo ladrillos entre tanta seda.
Lillard sigue siendo mortífero en ataque (casi 29 puntos de media por encuentro) y determinante en finales de partido, donde a lo largo de los años ha obtenido un merecido prestigio por su forma de marcar diferencias. Solo que ahora apunta a estar mejor abrigado en lo defensivo y menos obligado a ejercer de superhéroe a tiempo completo. En definitiva, a verse más capaz de competir de forma más coral.
El compromiso del jugador con la franquicia es recíproco, una vez Jody Allen, hermana del exdueño Paul Allen –fallecido en 2018- confirmó en su paso al frente para dirigir la organización que no veía unos Blazers sin Lillard. El objetivo, aunque lejano y difícil, es hacer ruido en un Oeste que mal haría olvidando que Lillard aún es uno de sus principales protagonistas.
Porque aunque atípicamente fiel, Damian Lillard sigue siendo una gran estrella.
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