“Que los gritos de gol no tapen el grito de dolor de los torturados”, repetía cada media hora la radio Renascensa de Lisboa, donde viví mi exilio. Corría el 1978 y la dictadura militar argentina para contrarrestar las denuncias internacionales por la violación de los derechos humanos y ahogar con las euforias futboleras los llantos y gemidos de los torturados, organizó el campeonato mundial de fútbol. Una costosísima estrategia de propaganda bajo la consigna “los argentinos somos derechos y humanos”, el perverso lema surgido de la creatividad de algún publicista dispuesto a vender su ingenio por plata o por miedo. Ahora que el tiempo reconstruye la memoria histórica sabemos por los peruanos que se compró el partido contra Perú para convertir al país anfitrión en el campeón del mundo.
Eduardo Massera, el más político de los tres comandantes de la Junta Militar, que soñaba con ser el nuevo Perón, negoció una tregua, dinero de por medio, con los dirigentes de la guerrilla armada peronista, Montoneros. La diplomática Elena Homberg pagó con su vida por haber denunciado en Buenos Aires ese pacto hecho en Paris, donde ella fungía en la Embajada argentina. No todos los sobrevivientes de ese tiempo trágico están dispuestos a reconocer esa alianza espuria como verdad histórica. A las puertas del Mundial de Qatar, con denuncias tanto de Amnistía Internacional como de la Organización Internacional de Trabajo, OIT, sobre las muertes y el padecer laboral de los migrantes que construyeron los faraónicos estadios, los que recibimos muestras de compasión como las de la radio portuguesa, o los diarios españoles que estrenaron su libertad democrática hablando por nuestras mordazas, tenemos una oportunidad de retribución.
Como sucedió en el pasado, hoy debemos advertir y levantar la voz por las restricciones en Qatar a los derechos humanos tan universales como el fútbol. El país anfitrión de la Copa del mundo pronto se llenará del nacionalismo futbolero y los gritos de gol harán olvidar la situación de las mujeres, la explotación laboral de esos miles de trabajadores que construyeron los ocho estadios climatizados por los que ya también reclamaron por sus derechos, las selecciones de Alemania, Bélgica y Noruega, muchos de ellos inmigrantes de los países vecinos seducidos por agencias de contratación que, luego, no cumplieron con lo que prometieron, les privaron la libertad de circulación ya que como esclavos modernos se les retuvo el pasaporte y no recibieron ninguna compensación económica por los abusos laborales.
Por este mismo diario supimos en abril pasado del padecer de la joven antropóloga mexicana Paola Schietekat que trabajaba para el Comité Organizador del Mundial, acusada por una Corte en Qatar de mantener “una relación extramarital” con un hombre que la atacó mientras dormía. En realidad, ella denunció por abuso sexual a un conocido suyo. Todo se volvió en su contra. Fue condenada por adúltera a cien latigazos y siete años de prisión. La intervención de México la salvó de la cárcel, perdió su trabajo, debió abandonar el país, no sin antes la humillación de ser requerida para una prueba de virginidad. La joven mexicana llegó a Qatar en 2020 para trabajar como economista conductual en el Supreme Comittee for Delivery and Legacy, el organismo del Gobierno qatarí que organizó el Mundial.
Aun cuando el régimen de Qatar adhirió en 2018 al Pacto Internacional de derechos civiles y políticos, conserva una legislación que castiga la libertad del decir, pensar y actuar. Las leyes contra las mujeres son implacables. En 2016, una turista de Países Bajos fue condenada a un año de cárcel y una multa 845 dólares tras ser violada. Las autoridades de su país lograron reducir aquel castigo a tres meses de prisión. El gobierno mantiene control estricto sobre los medios. Las minorías sexuales y religiosas son discriminadas y se criminaliza la homosexualidad. El futbolista australiano Josh Cavallo confesó al periódico The Guardian que tenía miedo de participar en Qatar. A pesar de la indiferencia generalizada de los poderosos del fútbol que priorizan los intereses económicos sobre los humanitarios, y muchas veces sus versiones locales mezclan los negocios con los de las dictaduras, los que alguna vez recibimos la solidaridad internacional sabemos de la eficacia de la denuncia. La fundación Cadal que promueve la solidaridad internacional con los derechos humanos, inició en Argentina una campaña para que la selección incorpore a la camiseta el símbolo de los derechos humanos en negro en señal de luto y rechazo a las violaciones a los derechos universales en Qatar. Una forma también de advertir a la FIFA sobre la selección de los países anfitriones a la hora de elegir las sedes de esa fiesta planetaria que pone en pausa por un mes los males y pesares del mundo.
En cambio, la Copa Mundial debiera servir para recordarnos que pertenecemos a la gran familia de la humanidad, hoy amenazada por la guerra contra Ucrania, invadida por Rusia, un país del que se sabe desde siempre cómo se violan los derechos humanos. Por vivir en el país de Messi y Maradona, no debiera confesar mi perplejidad frente a lo que concita uno de los deportes más masculinos del mundo. Reflexiones femeninas que exceden esta crónica y desnudan las emociones colectivas y los tiempos que vivimos. Sin embargo, como la filosofía universal de los derechos humanos es tan planetaria como el fútbol, no se puede ignorar la utilización política que han hecho muchos de los países que ofrecen sus estadios para la gran competencia. Los militares brasileños aprovecharon el Mundial de México de 1970 para sus planes. “Brasil no debe perder este campeonato. Como presidente me gustaría que el pueblo brasileño, aún bajo mi tutela, festeje ese triunfo”, ordenó en una reunión el dictador Costa e Silvia al presidente de la FIFA, João Havelange. Brasil salió campeón, pero fue Garrastazu Médici quien usufructúo de las euforias futboleras. Contaban en Brasil que la dictadura llegó a enviar espías a México para controlar a los que se reunían con el grupo de exiliados a los que un año antes debió dejar salir de la cárcel a cambio de que liberaran al embajador de Estados Unidos, Charles Burke Elbrick, secuestrado por un grupo guerrillero.
En Argentina, las euforias por la pelota hicieron que muchos argentinos olviden que estaban gobernados por una dictadura militar y miles de sus compatriotas habían desaparecido. El día de los festejos, algunas presas desaparecidas en el tenebroso campo de detención clandestina de la Marina, la ESMA, fueron sacadas por sus captores a la calle para que participaran de los festejos, como relataron las mismas sobrevivientes en el libro Ese infierno. Primo Levi, sobreviviente de Auschwitz, igualmente, narra un partido entre los deportados y los agentes de las SS con aplausos que “animan a los jugadores como si el partido se jugase en el campo de un pueblo”. Si alguien pueda ver en esos dos casos alguna pausa, un rasgo de humanidad entre tanto horror cotidiano, vale la reflexión del filósofo italiano Giorgio Agamben para quien es precisamente lo contrario, ahí radica su rasgo más siniestro. Podemos pensar que esas matanzas, alejadas de nosotros, han terminado, pero esos partidos no han acabado nunca, de “allí proceden la angustia y la vergüenza de los sobrevivientes”. También nuestra vergüenza, la de “quienes no conocimos los campos pero asistimos a aquel partido que se repite en cada uno de los partidos de nuestros estadios, en cada trasmisión televisiva. Si no logramos comprender ese partido, si no logramos que termine, no habrá esperanza”. Un pequeño símbolo de luto en las camisetas de los jugadores podrá parecer ingenuo o inocuo, sin embargo, nos ofrece una oportunidad de solidaridad con los que sufren, además de recordarnos que el partido de la crueldad y la insensatez de la guerra no terminó ni puede taparse con los gritos del gol.