‘Derry Girls’, adiós al delicioso absurdo de la adolescencia | Televisión

No existe un solo capítulo de Seinfeld que no contenga al menos un pedazo de vida real de su creador, Larry David. Hasta los personajes son personajes de su propia vida. Elaine Benes, sin ir más lejos, está inspirada en una exnovia que fue luego amiga y que, además, era hija del escritor Richard Yates. Por supuesto, como ella, trabajaba en el sector editorial.

Siguiendo la lógica de transformar el “yo” en absurdo, y la vida en comedia de situación, Lisa McGee, la flamante creadora, y única guionista —toda una rareza de auténtico autor en el mundo múltiple de hoy— de Derry Girls (Netflix), ha hecho lo propio con su adolescencia de carcajada irredenta en un lugar que, reflejado en la ficción, no había admitido hasta ahora —hasta ella— la comedia: Irlanda del Norte.

El cierre de Derry Girls, aunque en un primer momento —el par de primeros capítulos— parezca sobreinterpretado, casi autoparódico, salvajemente veloz e histriónico, al final no solo retoma el rumbo, sino que va más allá en lo que a la altura —casi insuperable— de la propuesta se refiere, esa mezcla de imposible y fascinante sitcom de carácter universal, y espíritu de clásico instantáneo —el espíritu Seinfeld—, con el pequeño mundo jamás explorado de crecer siendo una chica en la Irlanda del Norte de los noventa. Mezcla para la que McGee inventa un humor único que a la vez es también un cruce entre todo lo que lo local —¡ese delicioso y explosivo acento irish!— y lo que une a Erin, Michelle, Claire, Orla y James —¡y a sus padres!— con cada uno de nosotros.

La creación del mundo cerrado, autorreferencial, permite al humor dispararse en todas direcciones y en todas a la vez —como ocurre en Seinfeld, pero también en la otra serie que McGee cita como referente fundamental: Friends, lo que en su caso tiene el añadido de estar pisando un territorio inexplorado. Pues nunca antes, decíamos, se había hecho algo así con Irlanda del Norte, lo que le ha permitido no solo desactivar el conflicto en su propia obra sino en todo lo que la antecedió, con un sublime y necesario carácter retroactivo que amantes de desactivar tragedias mayúsculas desde la risa, como Kurt Vonnegut, hubiesen adorado. Como pionera, e indiscutible obra maestra, cosa única e insustituible, su despedida resulta inevitablemente abrupta.

Ha habido más ambición en esta tercera y última temporada, sin duda. McGee ha intentado explorar géneros, con mejor y peor fortuna — un exceso de otra dimensión es el intento de thriller con el encantadoramente pesadísimo tío Collum como arma arrojadiza en el capítulo que cuenta con cameo de lujo: Liam Neeson—, ha construido un puente, estrambóticamente maravilloso, entre madres (y padres) e hijas con un par de capítulos —el ambientado en 1977, y el del concierto de Fatboy Slim que contiene la mirada entre Claire y su padre— y ha hecho crecer, de golpe, al país, y a las chicas, pidiéndoles que decidan si quieren que todo cambie —el referéndum por el fin del Conflicto—, o no.

Tratando de escapar de sí misma, siendo otras muchas cosas, la serie no ha logrado, por fortuna, hacerlo, dándole la razón a la forma que adopta cada capítulo, y que no deja de ser un reflejo de lo que ocurre durante la adolescencia. Una y otra vez, las protagonistas están a punto de conseguir algo —ver a Fatboy Slim en directo, ganar un concurso de talentos, cualquier cosa—, y nunca lo hacen. Como ocurre cuando aún, al mundo, le traes sin cuidado, y tus decisiones no cuentan. Y he aquí lo que hace de Derry Girls algo único: en busca de la diversión, se topa con la realidad. Fracasan porque no pueden no hacerlo, y no es una tragedia, es la vida, que también, y sobre todo, puede ser divertida.

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