He crecido bajo el techo del bar Collado, la casa de comidas que regentó mi familia durante 84 años. Me licencié en psicología y trabajé durante más de una década como consultor analizando tendencias sociales y hábitos de consumo para decirle a las grandes marcas cómo conectar con el corazoncito de los consumidores. Cansado de alimentar al demonio capitalista, decidí volver a mis raíces, a aquello que tanto odié de adolescente y que ahora adoro: dar de comer y beber a la gente del barrio. Desde mi vuelta al otro lado del mostrador, he observado la aparición de un nuevo tipo de usuario -que no necesariamente cliente, como veremos más adelante-: las personas que montan su oficina en ellos.
La primera vez que escuché el término “nómada digital” la imagen que me vino a la cabeza fue la de un señor de treinta y tantos con su barba bien cepillada y un cabello con tirabuzones despreocupados sentado frente a una pantalla. Enfundado en un taparrabos de piel de perro Akita y con la mirada abducida por las llamas psicodélicas de la chimenea de Netflix, se cargaba de energía pensando en su próximo asentamiento.
Más tarde me enteré de que Estonia fue uno de los primeros países en ofrecer residencia electrónica y una identidad digital para brindar acceso al entorno empresarial del país. De este modo, todo aquel que se autodefina como ciudadano del mundo puede terminar una “presen” mientras se come un sándwich de espadín ahumado y disfruta de las vistas a la Raekoja Plats teniendo como campamento base la Unión Europea; y el planeta Tierra.
Pero no todo es de color de rosa en este universo líquido donde la vida fluye a la velocidad que desaparece tu suciedad por el desagüe. No, amigos. Solo unos pocos privilegiados tienen la suerte, y la habilidad, de poder responder emails recostados sobre flamencos hinchables mecidos por las cálidas aguas que rodean las Bahamas.
La gran mayoría de la working–autonomous&precarium–class tiene que ingeniárselas todos los días para encontrar un metro y medio de mesa y convertirla en su oficina. Son personas que no pueden –o no quieren– pagar un coworking. Aunque cueste creerlo, existe un colectivo de currelas independientes a los que no les gusta trabajar en un cubo de cristal mientras al otro lado hay un grupo de seres humanos en mallas practicando yoga.
Así pues, como observador desde los dos lados de la barra, he detectado diferentes perfiles de héroes anónimos que, día tras día, salen de sus madrigueras en busca de una oficina. Cargados con su MacBook Air y una botella de agua reutilizable dentro de su mochila Ölend, pretenden comerse un pedazo de este mundo al que definen como “glocal” destrozándose las cervicales desde la silla de un bar.
Estos son los principales perfiles de nómadas que usan el bar como oficina:
SandwiChezianos: hay un tipo de autónomo que solo frecuenta establecimientos de la cadena SandwiChez. Llegan al local cuando el suelo todavía huele a recién fregado y el personal se está preparando para el servicio. Su objetivo es pillar la mejor mesa, aquella que se encuentra más alejada del mostrador para evitar el murmullo del desfile de clientes que pasan por caja. Pueden pasarse nueve horas allí sentados habiendo consumido tan solo un miserable café con leche. Se rumorea que algunos se llevan el táper de casa y comen sin esconderse demasiado. Lo más inquietante es que parece que el valor de marca de esta cadena sea este: ven a trabajar a nuestro garito. Lo único que vas a consumir es nuestra electricidad.
Guionistas: son más de tarde. Cualquier bar les sirve mientras tenga WiFi y cerveza. Beben como si tuviesen un hijo en la cárcel a la vez que miran series en una tablet y escriben en una libreta ENRI de tapa blanda. De vez en cuando sueltan carcajadas con las que disparan mocos involuntarios al personal, pero les da igual. Para ellos no hay nadie más en ese lugar.
Diuréticos: buscan cafeterías con una gran variedad de tés e infusiones. Se caracterizan por pedir repetidas veces que les rellenen la taza con agua caliente para exprimir al máximo las hierbas. Sonríen más de lo que deberían y hablan demasiado bajo. Si están pasando por una jornada muy dura deciden hacer las paces con los azúcares, su principal archienemigo, para comerse un trozo de alguna tarta de fantasía. Siempre cargan con una esterilla de color lila y una toalla de microfibra del Decathlon.
Predators: son los que generan más estrés al personal de hostelería. Entran al local solos y hablando en inglés muy alto por los airpods con alguien que, por supuesto, se encuentra al otro lado del mundo. Se quedan parados en la barra mirando fijamente al camarero mientras siguen mencionando “briefings” y “budgets”, como si los ojos del dependiente les teletransportasen directamente con ese canguro de Australia con la que están hablando. No se les ocurre pensar que la persona de la barra puede sentirse confusa al tener a alguien delante hablándole en inglés sobre marketing digital.
Todo se solucionaría con un pequeño gesto señalando a sus oídos y un “perdona, dame un segundo” gesticulado con los labios. Algo que nunca pasa. A veces la llamada es tan larga que entran y salen varias veces del bar sin realizar un pedido. Cuando cuelgan no se disculpan y reclaman su consumición como si la hubiesen encargado hace media hora. Se mueven en bicicleta Brompton y son tan afortunados que jamás se la han robado.
¿Tú a mí me oyes bien?: reunirse es su movida. Van de Zoom en Zoom y cancelan reuniones por culpa de otras reuniones. La mayoría son boomers o millennials viejos que reivindican ese modo de vida tan improductivo e ineficiente de cuando el dinero brotaba del asfalto como níscalos en otoño. Se quejan constantemente de la mala conexión del local y no se cortan en pedir a los camareros que bajen la música. Su presencia ocupa todo el espacio sonoro y acaparan la atención de los parroquianos que hay en la barra.
Cuando quedan de forma presencial con clientes, les reciben en la puerta del bar como el que abre la puerta de su casa y acompaña a sus invitados al salón. Son ese tipo de personas muy dinámicas que suavizan su adicción a la cafeína pidiendo un flat white en vez un café con leche con doble carga a las seis de la tarde.
Empáticos: cualquier camarero u hostelera estará de acuerdo con que es el mejor perfil con el que te puedes encontrar al otro lado de la barra. Empiezan con café y cruasán, siguen con ensalada y rigatoni al pesto y acaban con un trozo de tarta de zanahoria y un rooibos de vainilla. Se caracterizan por no querer perturbar la dinámica del local, hasta el punto de compartir los datos de su teléfono para no gorronear WiFi. Son agradecidos y educados.
La elegancia se mide por la capacidad de adaptarse a cada lugar y situación. Si eres un freelance sin oficina que necesita salir de casa para currar, recuerda quién eres y a dónde vas a trabajar.