La expresión de la que más se abusa en prensa es, sin duda, la de “momento histórico”. Todo es momento histórico. Todo es historia del periodismo, o de la tele. Todas las riadas son históricas. Todos los partidos son históricos. Todos los vestidos son históricos (e icónicos, claro). Todas las respuestas son contundentes y todos los marcos incomparables. Pero, ante todo, cualquier evento es histórico. Hay algo de verdad, porque todo momento es, por circunstancias y personajes, irrepetible. Pero de ahí a que deba importarle a alguien más allá de los implicados va un trecho.
Este fin de semana han sucedido dos hechos históricos, uno más que el otro. Uno, la coronación de Carlos III de Inglaterra, y otro el anuncio del fin de Sálvame. Igualito, claro.
Carlos III es el hombre de más edad jamás coronado en Inglaterra, y quizás uno de los más ancianos de la Historia (Merneptah llegó a ser faraón en torno a su misma edad), y la imagen de él ya mayor y frágil, junto a Camila, doblada por los achaques de la edad es una de las más chocantes que he visto en televisión. La estampa recordaba mucho a la Sátira del suicidio romántico por amor, de Leonardo Alenza.
Sálvame también exuda ya decrepitud. Ha perdido la relevancia social que tuvo y queda, eso sí, como parte de nuestro imaginario colectivo. Decía Rosa Villacastín en Twitter que no nos podemos alegrar del fin de Sálvame porque muchas personas quedarán en paro. Yo lo siento sobre todo por personajes como Asraf Beno o Adara Molinero. ¿Qué van a hacer? ¿Les van a obligar a trabajar?
La coronación de Carlos III es el espejo de la decadencia de las monarquías y el fin de Sálvame es el espejo de nuestra propia decadencia. Pronto seremos historia, pero no en el sentido que nos gustaría.
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