Defender nuestro pasado. Nos queda defender la dignidad insomne, enorme y alucinada de nuestro pasado y decirnos, aunque no existan palabras para decirnos estas cosas: mira yo estuve allí, y tú ¿estuviste también allí? Sí, yo también estuve allí, en esa partícula infinitesimal de la historia de la que fui testigo y como si fueran los ecos lejanos de un rumor, de un viento, de un océano que nos cerca, son miles, millones de voces las que se van diciendo unas otras ¿estás allí? Sí, yo también estuve allí; en un pequeño país de un sur remoto, en el que por unos segundos creímos entrever un mundo nuevo, algo seguramente inalcanzable para el brevísimo instante en que vivimos y que, por eso mismo, porque era inalcanzable, nos dio un respiro, un aliento, una vida. Hechos pedazos, nos vimos entonces deambulando entre las ruinas y una figura que levantaba para siempre sus brazos saludándonos.
Defender nuestro pasado y defender en él cada uno de los triturados pedazos del infinito que fuimos, de esa minúscula porción de la eternidad que fuimos amor mío cuando irguiéndonos por un minuto más desde el fondo del más terrible amanecer, 11 de septiembre de 1973, nos abrazamos para que yo sintiese y tú sintieras los últimos latidos de nuestros cuerpos que caían y que caían y que caían. Y yo estaba allí y tú estabas allí y nosotros estábamos allí doblados, rotos, muriendo de todas las muertes.
Sí, defender ese pasado donde cogidos de la mano amor, niño mío, hija mía, gritamos las consignas más hermosas y límpidas de la tierra y que continuamos gritando hasta hoy frente a los balcones perpetuamente bombardeados del palacio en llamas. No vimos el mundo nuevo, no contemplamos sus islas, sus fiordos ni sus cordilleras, no fue el horizonte en el que creímos, sino el eco de las últimas voces haciéndose añicos entre los dientes fúnebres de la intemperie.
Defender nuestro pasado, defender ese ayer incandescente donde vimos el fulgor de las viejas multitudes desplegándose en el viento, pero no pudimos con el peso de nuestras propias sombras y mi sombra pegada siempre con tu sombra se arrastra ahora como una masa negra hundiéndose.
No se nos dio el fervor de un tiempo nuevo. No se nos dio lo que creímos ni lo que ansiamos ni lo que deseamos, sino solo el testimonio arrasado de haber cubierto las calles gritando lo que ansiamos y soñamos y deseamos mientras que amontonados frente a nosotros los escombros de todas las derrotas, de todas las pérdidas, de todos los golpes, nos saltaban a la garganta igual que corvos degollándonos.
No se nos dio la aurora, solo defender todo lo vivo y todo lo muerto que nació cuando nacimos, cuando abrazados unos a otros cruzamos como otra noche la noche, porque sabíamos que solo así podríamos guarecernos, guardarnos un poco de las jaurías que nos aullaban.
No miraremos las estrellas deslumbradas de las nuevas mañanas, no conquistaremos las espléndidas ciudades, no fue para nosotros esa ardiente paciencia y las briznas incendiadas del futuro se nos clavan en los ojos chirriando.
No vimos abrirse las anchas alamedas, no se nos dio esa vida en esta vida. Pero estuvimos allí y es nuestro el pasado, ese pasado insobornable en que se nos rompieron las piernas y los brazos y la boca y nos quedamos postrados, caídos, incrédulos mirando las ruinas de los sueños y de los sueños de los sueños.
Cuando entrevimos el mar, pero no fue para nosotros el mar, cuando entrevimos las nuevas plazas llenas de gente y sus banderas, pero no fueron para nosotros esas plazas ni esas banderas y se nos quedaron los ojos vacíos, dados vuelta, llorando en los pañuelos desechados del mundo.
Porque no fue así, no fue lo que quisimos.
Defender entonces el pasado, defenderlo ahora, aquí, frente al escarchado país en el que moriremos. No pudimos hacer más, amor mío, palomo mío, palomita, no pudimos hacer más y los jóvenes que fuimos nos dan vuelta la cara, alzan por última vez sus banderas hechas jirones y se van perdiendo en el humo blanco de la noche incancelable.