El enemigo público número uno lleva el rostro cubierto, ropa negra y una mochila en la que, todo el mundo lo sabe, carga botellas de cristal, gasolina y mechas listas para incendiar la noche. Aparece en cualquier protesta o marcha y suele ir en grupo con otros chavales de idéntica descripción. Es un agitador, un agente provocador que busca sembrar el caos y dinamitar la sociedad tal y como la conocemos. Una sombra que se esconde entre las grietas del sistema y espera su momento para prenderle fuego a todo. O ese es, al menos, el diagnóstico de la prensa mayoritaria, la clase política y la opinión pública cada vez que en una manifestación surge una constelación oscura de personas: el Black Bloc, bloque negro o, como prefieren llamarlos Carlos Illades y Rafael Mondragón, los “encapuchados”.
El último libro de los dos académicos, Izquierdas radicales en México: anarquismos y nihilismos posmodernos (Debate, 2023), trata de arrojar luz sobre ese ente abstracto, esa amenaza construida desde el relato hegemónico y, en su lugar, intentar entenderlo. ¿Quién conforma la política a la izquierda de la izquierda? ¿Cuáles son sus demandas? ¿De dónde vienen? ¿Cuál es su proyecto? El ensayo es una aproximación a los movimientos sociales más contestatarios sin apenas precedentes en México. También un debate, por supuesto, sobre sus prácticas y formas de acción, donde subyace constantemente el uso o rechazo de la violencia, ese viejo fantasma que persigue desde su génesis a la izquierda mundial.
“El principal punto”, comienza Mondragón (40 años) una mañana de mayo en la librería Rosario Castellanos, en la Ciudad de México, “era situar con más claridad este conjunto de opciones políticas radicales en el contexto de un país que lleva muchos años en una guerra informal, que además es heredera de una guerra sucia”. Una realidad social en la que, como ironiza Illades (63 años), ya “no asusta un petardo”. La normalización de la violencia cotidiana —masacres, desapariciones, secuestros, balaceras, narcotráfico, militarización— alcanza también las esferas de los movimientos sociales. “Hay mucho menos rechazo a la violencia que el que había en generaciones anteriores”, añade el académico, experto en las dinámicas de la izquierda mexicana o la guerra sucia.
El ‘obradorismo’ vs la izquierda
Las preguntas que trata de plantear el libro cobran un cariz distinto en el contexto mexicano. El presidente, Andrés Manuel López Obrador, busca erigirse como una suerte de faro moral de la izquierda latinoamericana, a pesar de que, por ejemplo, sus políticas económicas sean herederas de la Europa del austericidio de Angela Merkel o su estrategia migratoria esté basada en la militarización y contención, medidas alejadas de los planteamientos tradicionales de la izquierda.
Morena, el partido del dirigente, y los movimientos insurreccionales de calle comparten una base social, explican los autores: las “clases bajas y medias instruidas”, los habitantes de las periferias de las ciudades. Sin embargo, “el obradorismo reivindica al pueblo, pero bajo la forma del tutelaje, no incentiva su organización en términos autónomos, mientras que la idea de autogestión y autonomía, aunque sea en una forma más o menos diluida, está muy presente en los programas de los distintos anarquismos”, matiza Mondragón.
“Los proyectos son irreconciliables, pero entran en el mismo campo, unos a través de los programas sociales y las distintas vertientes del anarquismo a partir de distintas propuestas políticas”, señala Illades. “De alguna manera, Morena o el obradorismo se jaló a buena parte de la izquierda. Literalmente, dejó a los demás en los márgenes. López Obrador en parte llegó al poder por los movimientos sociales. Se subió a un conjunto de movimientos que venían desde años atrás. Lo que pasó es que al tomar el poder se escindió de ellos. Eso le pasa a muchas de las izquierdas, por no decir a todas: al llegar al poder hay un distanciamiento de los movimientos. Las izquierdas en el poder no conciben la existencia de otras izquierdas”, amplía el experto.
Establecer la influencia real del anarquismo en los tiempos de la Cuarta Transformación, el nombre que el dirigente le ha dado a su proyecto político, es algo difícil de medir. En parte, por el carácter descentralizado y anónimo que forma parte del ADN del movimiento. “Al situarlos en el margen les da presencia. Les quita espacio, pero también les da un lugar. Quizá incluso más grande que la fuerza real de los grupos. Tú ves lo que sacan los medios, particularmente en la televisión, en cualquier manifestación, y pareciera que son más numerosos, más poderosos, más incontrolables”, reflexiona Illades.
“Estos grupos, y en eso se parecen al presidente, crecen a través de la polarización. En un sentido, no buscan ser integrados, sino enfrentados. Cada vez que López Obrador los señala, los refuerza. Se trata de capitalizar el descontento más que de construir consensos. La vitalidad que tienen estos nuevos anarquismos en México responde también a un conjunto de problemas contemporáneos en los que la izquierda obradorista, más envejecida, no ha logrado entrar: la sensibilidad ecologista, la atención hacia la vida cotidiana, la idea de que transformar el mundo social es transformar tu vida, el feminismo, la pluralidad…”, coincide Mondragón.
Acción-reacción
México es una paradoja. Por un lado, explica Illades, es un país sin Estado. “Faltan una serie de servicios y condiciones básicas”, desarrolla. Por el otro, es un Estado autoritario, cuya presencia en sus zonas más humildes es, a menudo, a través de las fuerzas de seguridad. Y, como explican las leyes de Newton, principios básicos de la mecánica clásica, toda acción tiene una reacción. Mondragón lo ejemplifica:
—Hacia el mismo tiempo en que se construyen las bases para la industrialización de México, se crea la doctrina de los mexicanismos, un nacionalismo violento y tan excluyente que implicaba el culto de la familia, de los padres. En esa misma época, los abuelos y bisabuelos de estos jóvenes encapuchados fueron confinados en las fábricas. No eran objeto del discurso estatal, tenían que ser disciplinados para trabajar de forma masiva y brutal. Ellos crearon la cultura política de la que los encapuchados son herederos: las pandillas, una cultura de resistencia frente a esta acción de disciplinamiento que también tuvo como contraparte la imagen del joven peligroso que apareció después en las películas, toda una cultura popular hecha para la criminalización de los jóvenes que articuló la acción de la policía en las primeras periferias urbanas, que fue muy brutal.
Los jóvenes comenzaron a rebelarse contra las realidades de desigualdad, contra la vida en los márgenes a los que habían sido desterrados. Desarrollaron su propia cultura política, sus formas de asociacionismo y convivencia. También sus maneras de defenderse de las agresiones externas. Los movimientos punks que tomaron fuerza en el México de los 80 fueron culpables de gran parte de esa apertura, apuntan los académicos. Muchos de ellos eran descendientes de migrantes rurales, a menudo indígenas, que llegaban a las ciudades huyendo de la miseria del campo. Fueron las primeras generaciones de sus familias en ir a la universidad. “Lograron romper con el encierro simbólico en los barrios y reivindicar el derecho al mundo, al cosmopolitismo. Con esta práctica bohemia de vivir la ciudad, de caminar, la noche, estos encuentros itinerantes que implican un intento también de formación intelectual y de salida simbólica del gueto, de apropiarse del mundo que las derechas y las élites tenían para ellos”.
La violencia se convirtió en otra forma de atentar contra los símbolos del mismo poder que los había condenado a la pobreza. Cuando la televisión retransmite un enfrentamiento entre policía y manifestantes en el Zócalo, desarrolla Illades, lo que estamos viendo, en cierta medida, es una reacción contra las dinámicas diarias que sufren en sus barrios, trasladada a un espacio más mediático: “Su relación con la policía es en la periferia, es con la patrulla, con la extorsión, que los agentes no lleguen a socorrer o ayudar a la gente”. “Estos otros grupos sienten que conflicto y violencia es lo mismo y que se trata de construir un conflicto que ayude a romper la perpetuación de la maquinaria social. Pero en el camino esa idea se pierde y se termina justificando cualquier acto violento por su presunto carácter liberador”, añade Mondragón.
La estrategia de los blacks blocs, de esos encapuchados de negro que apostaban por la acción directa y la violencia contra los símbolos del poder económico y político capitalista, nació a finales de los 70 en Alemania. Se extendió por Europa y a finales de los 90 se globalizó, paradójicamente, en las protestas masivas contra la globalización que tomaron las calles de Seattle, Génova, Los Ángeles o la propia Ciudad de México. El relato criminalizador creció auspiciado por la prensa y se fortaleció bajo el paradigma de las políticas de seguridad de los últimos años. “Históricamente, la izquierda ha sido vista como un peligro”, sostiene Mondragón.
E Illades resume el leitmotiv del libro, la pregunta clave que funciona como subtexto para su radiografía del anarquismo mexicano: “¿Hay que privilegiar estas formas violentas? ¿O volver a otras maneras de convocar, de crear comunidad, de crear grupos que tienen más que ver con el diálogo, el acuerdo y, por supuesto, la reflexión? La tensión entre las viejas discusiones de la izquierda: la conciencia y la acción, la conciencia y la ira”. Violencia, política, resistencia, organización, marginación, desigualdad, pobreza. Los viejos debates sin resolver.
Suscríbase aquí a la newsletter de EL PAÍS México y reciba todas las claves informativas de la actualidad de este país