En la cárcel no están los corruptos sino los perdedores. La detención del ex gobernador de Nuevo León, Jaime Rodríguez “El Bronco”, confirma a los mandatarios estatales una constante convertida en regla: para evitarse problemas no hay que ser honrados, basta con asegurarse de no entregar el poder a un rival. Tras revisar los casos de los exmandatarios tras las rejas o investigados, la moraleja que queda nada tiene de moral y sí de cínica. Roberto Borge de Quintana Roo o Javier Duarte Veracruz actualmente en prisión, o los casos sujetos a investigación en su momento de Javier Corral y César Duarte en Chihuahua, Silvano Aureoles en Michoacán, Roberto Sandoval en Nayarit, El Bronco y Rodrigo Medina en Nuevo León, solo para citar algunos, justamente tienen eso en común: perdieron el poder a manos de la oposición o de un enemigo político.
El hecho de que sean llevados a tribunales por una vendetta no significa necesariamente que los delitos sean inventados. Los escándalos de Borge en el paraíso del Caribe o de Duarte en Veracruz, constituyen un exceso incluso para los holgados parámetros de una clase política acostumbrada a la expoliación de los bienes públicos. Pero también es cierto que el pretexto inicial para detener a El Bronco (la participación de sus funcionarios en tareas ajenas a su labor como fue la promoción de firmas en apoyo a la candidatura presidencial), llama a risa, por decir lo menos. Para no ir más lejos, bajo ese criterio tendrían que ser llamados a cuenta los servidores públicos federales y de la Ciudad de México dedicados en este momento a impulsar la movilización de votantes a la revocación de mandato; una tarea que ha paralizado durante semanas a la asamblea de la capital por falta de quórum.
Que la aprehensión del exgobernador tenga una motivación política no significa que El Bronco no merezca comparecer ante la justicia; fiel a su apodo, su estilo atropellado y arbitrario es propicio a irregularidades que justifican revisión y, de ser el caso, denuncias. Pero tampoco podemos ignorar que muchos de sus colegas en otras entidades, que no se caracterizaron por administraciones más pulcras, han salido mejor librados o incluso han resultado premiados. Simplemente tuvieron la suerte o el “talento” de gestionar un relevo a modo o negociado.
Unos por buenas o malas artes impusieron a su delfín; otros, al no estar en condiciones de conseguirlo, percibieron a tiempo una correlación de fuerzas adversas y optaron por negociar y pavimentar el camino de la alternancia en su entidad. Con eso no solo blindaron a su gestión de toda sospecha sino también, algunos de ellos, resultaron recompensados con una representación en el servicio exterior. ¿O cómo entender la designación de Quirino Ordaz, de Sinaloa, para la embajada en España y la de Claudia Pavlovich, de Sonora, al consulado de Barcelona? Si la rivalidad política genera vendettas la complicidad produce absoluciones y premios. Nada de esto tiene que ver con un combate a la corrupción, desde luego.
Tampoco debe pasar inadvertido el hecho de que el presunto combate a la corrupción se concentre en los gobernadores. Son los únicos miembros de la élite política del país realmente en riesgo sistemático de ser llevados a tribunales. Ni los dirigentes de los partidos, envueltos en tantos escándalos, ni los miembros del gabinete federal actual o anterior y mucho menos diputados y senadores confrontan ese peligro, salvo casos excepcionales propiciados por otras razones. Los de Emilio Lozoya de Pemex y Rosario Robles de la Secretaría de Desarrollo, constituyen una evidente excepción a la regla. Y, desde luego, eso no significa que secretarios de estado, legisladores o dirigentes de partido sean más honestos que los gobernadores; sólo indica que aun perdiendo su puesto todos los primeros poseen una red de protección gracias a su pertenencia a fuerzas políticas necesarias para la gobernabilidad. ¿Cómo tocar a un político vinculado al Partido Verde, probablemente la fuerza más lejana a una austeridad o probidad franciscana, cuando representan el margen para alcanzar mayorías en la Cámara?
Los gobernadores, en cambio, con frecuencia terminan contrapuestos a los dirigentes nacionales de su propio partido al competir por la designación de candidaturas locales y nacionales que en teoría están obligados a compartir; o a veces por simple choque de ambiciones entre fracciones dentro de su organización nacional. El poder aparentemente autónomo de un gobernador conduce a un ejercicio unilateral, que en ocasiones termina aislándolos y los hace presa fácil de una vendetta o a convertirlos en la medalla fácil para colgarse al pecho un gobernador entrante.
Tratándose de un mandatario “independiente” como es el caso de El Bronco, su vulnerabilidad es más que evidente (por lo demás un “independiente” que fue priista toda su vida y una coyuntura favorable lo impulsó a lanzarse por la libre). Ninguna de las fuerzas políticas que importan meterá las manos por él, lo cual resulta trágico en procesos en los que cuentan más las razones políticas que las evidencias. Ya es reveladora de su escasa capacidad de negociación la difusión de la humillante imagen de su detención. Y si, como es probable, los fiscales encuentran otras irregularidades en su gestión, su suerte está echada.
No se trata de despertar simpatías ante los presuntos delitos de un hombre que, entre otras cosas, pedía cortar la mano a los rateros, literalmente. Solo insistiría en desprender las conclusiones adecuadas. Y estas no son las más halagüeñas, más allá de que siempre será una buena noticia para los ciudadanos el castigo de un presunto corrupto, aun cuando no sea por las mejores razones. El hecho es que el caso de El Bronco no abona a una cruzada por la honestidad en las altas esferas, como tanto quisiéramos sino a algo más turbio: el mensaje entre los de arriba de que lo importante en última instancia no es la honradez, sino ganar a cualquier costo o negociar a tiempo.
@jorgezepedap
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