Andrew Lloyd Webber, el compositor europeo de mayor éxito comercial del siglo XX, enterró recientemente a su hijo. Literalmente. El 25 de marzo, Nick Lloyd Webber moría a los 43 años en el hospital de Basingstoke (Hampshire, Inglaterra), 18 meses después de que se le diagnosticara un cáncer gástrico. Pero también en el sentido figurado ―salvemos aquí todas las distancias― acaba de enterrar a otro hijo. El autor de las partituras de Jesucristo Superstar (1970), Evita (1976) o Cats (1981) se dejó ver, visiblemente afectado, el pasado domingo en el escenario del Majestic Theater de Nueva York para asistir a la última función en Broadway de su musical preferido, El fantasma de la ópera. Su obra más exitosa se representaba allí desde el 26 de enero de 1988, en pleno mandato de Ronald Reagan; o sea, siete presidencias atrás y tres recesiones por medio; o sea, casi 35 años o 1.790 semanas. En total, 13.891 representaciones. Para la posteridad, es el musical más longevo de la historia de Estados Unidos; para Lloyd Webber (Londres, 75 años), es la muestra más clara de su visión creativa, por la que más cariño profesa, “el entretenimiento teatral más exitoso jamás diseñado”, como escribió en su autobiografía. Para los neoyorquinos, El fantasma de la ópera es, desde el domingo, simplemente historia.
Termina así el capítulo más impresionante de una historia que, al final, como siempre, es una historia de amor. En 1984, Lloyd Webber estaba enamorado. Una de las cantantes secundarias de su última producción, Cats, había desarrollado una voz apoteósica como soprano: se trataba nada menos que de Sarah Brightman, futuro astro de la canción melódica y el bel canto pop. El compositor cayó rendido y, de paso, pidió a sus productores que le buscaran una historia lo más romántica imaginable. No tardaron en llegar a una novela de 1910 escrita por Gaston Leroux sobre un compositor físicamente desfigurado, pero de gran sensibilidad que, tras una máscara y escondido en pasadizos bajo la Opéra de París, tortura a los patronos del edificio y escribe arias para una joven y prometedora soprano de quien se ha enamorado. Era trágica, histórica (todo ocurre en 1870) y atemporal. Era El fantasma de la ópera. Aquel mismo año, Lloyd Webber se casó con Brightman y se puso a componer.
En enero de 1986, el resultado empezó a representarse en Londres (la versión final se estrenaría en octubre) con Brightman al frente del reparto. Lloyd Webber, entonces un compositor de éxito incontestable, había volcado en él todo su saber hacer. Incluso quienes le acusan de no tener más talento que olfatear melodías perdidas en composiciones de Haydn o Mendelssohn, para convertirlas en estribillos superventas (no es poco talento), admiten que la jugada nunca le salió tan redonda. El musical juega con sonidos de rock progresivo, del estilo ochentero que Jim Steinman componía para Meat Loaf (de hecho, se buscó a Steinman como letrista: no quiso) pero, en vez de mantener la cercanía a Bach propia del género, aquí se tira hacia el corazón exaltado de Puccini.
Es pastiche, desde luego: uno nunca sabe viendo la obra si es un amago de ópera contemporánea, una sátira algo kitsch de los excesos operísticos del XIX o un invento híbrido que nadie ha logrado clasificar en cuatro décadas. Solo se sabe que, por alguna alquimia imposible de definir, el conjunto funciona. La historia, puro melodrama no pasteurizado; las letras imposibles (“te he traído hasta el asiento del trono de la dulce música”); las orquestaciones fuera de órbita; el hecho de que a mitad de obra una lámpara de araña que pesa una tonelada caiga sobre los espectadores: todo cuadra y redondea el conjunto. Quizá una obra escrita desde el amor de una forma tan poco cínica estuviera predestinada desde el principio a conectar con el público.
El matrimonio entre Lloyd Webber y Brightman terminó a principios de los noventa. El fantasma de la ópera siguió y hoy solo se puede describir su trayectoria a través de récords e hipérboles. Cojan aliento: ha sido vista por unos 120 millones de personas en todo el mundo (¡la población de Japón!). Se ha traducido a 17 idiomas y representado en 45 países. Ha ingresado 6.000 millones de dólares (unos 5.500 millones de euros), 1.300 de ellos solo en Nueva York. Ha sido el puente de acceso de incontables personas al género. En Londres ganó el Olivier a musical del año y en EE UU, siete premios Tony. Su logotipo, la máscara del fantasma, se ha convertido en símbolo universal del teatro musical, incluso para sus muchos detractores, igual que el corazón de Milton Glaser es sinónimo de Nueva York. Se han hecho incontables obras con más ingenio, creatividad y prestigio. Ninguna se acerca a El fantasma de la ópera.
Quizá el romance con Brightman no cuajara, pero el amor de Lloyd Webber se quedó en esta producción. Desde entonces, el compositor ha firmado 10 musicales y ninguno de ellos es comparable a este o cualquiera de los que vinieron antes. La mayoría, de hecho, han sido buenos fracasos. La comidilla en Londres es que la identificación de Lloyd Webber con el fantasma es tal que nunca ha logrado soltar al personaje. Ha estado pendiente de todos los estrenos de las producciones internacionales que ha podido. Escribió el guion de la versión cinematográfica que dirigió Joel Schumacher, estrenada en 2004 ante una crítica atónita por el pobre resultado. En 2010 acusó quizá demasiado el paso del tiempo y estrenó en Londres una secuela, no titulada El fantasma de la ópera 2, pero sí Love Never Dies (El amor nunca muere). En ella, se muestra a todos los héroes de la primera entrega, quienes habían acabado con el fantasma, convertidos en una panda de corruptos, alcohólicos y manipuladores. El fantasma, que resulta haber sobrevivido sin más explicación, es el único bueno en la función y, lograda la victoria moral, al final, obtiene de una vez por todas el amor de la famosa soprano. Fue un batacazo crítico, creativo y económico calamitoso. Más tarde, en 2018, ya para quien quiera sacar las conclusiones que quiera, Lloyd Webber tituló su autobiografía Unmasked (Desenmascarado). Es una cruel ironía que el final de la versión primigenia de la obra que le ha acompañado y definido desde su creación coincida con la muerte de su hijo.
De todas formas, es fácil cuestionar hasta qué punto estamos ante el fin de El fantasma de la ópera. Sí, la venta de entradas había caído desde la pandemia… pero, desde que se anunció el fin de las representaciones en Nueva York, a finales de 2022, el interés se había renovado y la taquilla estaba ingresando tres millones de dólares semanales. Sí, en Londres también se clausuró en 2020… solo para reestrenarla el año siguiente, en una versión reducida y abaratada, con 14 músicos en una orquesta donde hasta ahora había 27. Eso, aseguran los mentideros, es la maniobra que se espera repetir en Nueva York: cerrar la producción original, cortar costes y volver a los beneficios de siempre.
Mientras tanto, están pendientes de estreno versiones en Italia, China y España: en Madrid llegará en septiembre, la tercera vez que lo hace, ahora producida por Antonio Banderas, que se ha asociado con el mismísimo Lloyd Webber (a quien conoció protagonizando Evita para el cine en 1996) para pensar una versión, ahora sí, por todo lo alto. Los fantasmas, como los hijos, se pueden ir, pero están siempre cerca.
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