Al misionero José Javier Parladé hay que sacarlo de la cama para esta entrevista. A las 16.00 en punto tocan a la puerta de su habitación, abre el ojo, lo apremian, pero pide algo más de tiempo:
—Déjame que me lave, que tengo una mugre encima…
El sacerdote aparece, por fin, a las 16.20, arrastrando el paso, encorvado. Hace apenas unas horas que ha aterrizado en Madrid, agotado y sensible. Este sevillano de 81 años es uno de los 34 españoles evacuados de Sudán junto a otros 38 civiles de otros países que pudieron subirse a un avión militar español y huir del polvorín en el que se ha convertido el país. Desde el sábado 15 de abril, los choques armados entre las fuerzas armadas sudanesas y la principal organización paramilitar han puesto en guardia a la comunidad internacional, el futuro del conflicto, que ya se ha cobrado más de 400 muertos y más de 3.700 heridos, es incierto y preocupante. Pero Parladé, que lleva más de medio siglo en Sudán y, después, en Sudán del Sur, no quería irse. Le convencieron. “En mi vida he escapado de una situación mala”, cuenta. Solo aceptó su evacuación porque le prometieron que sería como unas vacaciones y porque tenía sentido eso que le decían de que, si pasaba algo, ya no estaba para correr.
El misionero, de la congregación de los combonianos, llevaba ya un año viviendo en Jartum, la capital del país, un destino más tranquilo llegada su edad. En la ciudad la orden religiosa tiene escuelas y una universidad. Su parroquia quedó en medio del fuego cruzado entre los rebeldes y el Ejército. Frente a la iglesia, al otro lado del río Nilo, está el palacio presidencial. Detrás, a pocos metros de distancia, en una casa a medio construir, se habían instalado los paramilitares de las Fuerzas de Apoyo Rápido que quieren derribar el Gobierno golpista de Abdefatá al Burhan. “El sábado, de pronto, empezó un tiroteo fortísimo. Empezaron los bombardeos y llevan todo este tiempo luchando contra el palacio para tomarlo, que ya lo tienen hecho polvo”, recuerda.
Desde que sonó el primer disparo, Parladé tuvo que refugiarse en su casa, anexa al templo, con otros dos misioneros. Sin agua y sin electricidad. Y sin poder salir a por víveres: “Esta gente no te deja moverte”. Sin diésel, tuvieron que racionar el uso del generador a una hora por la mañana y otra hora por la tarde, la fórmula que encontraron para que no se les estropease la comida que mantenían en el congelador. La situación, para un señor que dice que nunca tiene miedo, aún no era crítica, hasta que el domingo, tras la misa de la mañana y en pleno desayuno, se oyó un estruendo. “De pronto, ¡buumm!, hubo un explotío de esos gordos de verdad. Era tan grande que estábamos seguros de que había sido en la casa y, efectivamente, era una bomba que había caído en la sacristía. El techo estaba ardiendo”, relata. “No había quien lo contuviera y no había agua para apagarlo. Cada uno reunió sus pocas cosas, listos para largamos”, recuerda.
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Pero el fuego, no se explica cómo, no se extendió, y pudieron ahogarlo con arena. Y les dio tiempo a hacer una última comida, “porque sabe Dios cuándo íbamos a poder volver a hacerlo”. Con el estómago lleno, llamaron a unas monjas de convento de enfrente, tomaron unas sábanas blancas y se subieron a tres coches para huir. “Fíjate las pedazo banderas blancas que hicimos”, bromea. En su maletilla metió un poco de ropa, un libro electrónico y un ordenador “tan viejo” como él. Huyó a otra zona, convencido de que el avión español ya había partido. Al final, no era así y, asistido por los militares españoles (y convencido por su entorno), se embarcó con destino a Yibuti y, después, a España. “Creo que estaba bastante hambriento porque me dieron tres bocadillos y me los comí en el momento”, dice con sorna.
Parladé ha dicho alguna vez que ya se siente más sudanés que español y que en los 52 años viviendo conflictos entre etnias, hambrunas y muerte no ha sentido miedo. Si se le insiste, reconoce apenas dos momentos de terror en su vida, no tanto a morir, sino a la impotencia. La primera fue en los años 80, cuando lo encarcelaron en los años 80 sin que supiese por qué y sin la certeza de que le mantendrían con vida. La segunda ha sido ahora. “Esto que ha pasado ahora sí es algo que me ha tocado. Estaban todos los cañones [apuntando], todos los muros temblaban. Las veces que he pasado un poco de miedo ha sido cuando me he dado cuenta de que no podía hacer nada para defenderme. Estaba eliminado”, describe.
Al sacerdote no le gustan las despedidas. Se emociona. Se siente ridículo si llora. Lleva su regla hasta el final. Cuando se marchó de la comunidad en la que había vivido en Sudán del Sur porque ya estaba mayor, cuando se planteó dejarlo todo para siempre y volver a España a dedicarse “a ser viejo”, se marchó casi a escondidas. Sin decir adiós a nadie. Cuenta que aún se lo reprochan, pero esta vez tampoco se ha despedido. Y es entonces cuando los ojos vidriosos y enrojecidos del cansancio dejan escapar las primeras lágrimas.
Pero el misionero, recuerda, está de vacaciones y volverá.
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