La gente que ha trabajado mano a mano con Paolo Vasile habla fascinada de Paolo Vasile. Al contrario de lo que pasa, por ejemplo, con Pedro Almodóvar (al que todo el mundo llama “Pedro” para dejar clara su cercana relación con el director), a Paolo Vasile le llaman “Vasile”, no “Paolo”, y eso significa algo.
Vasile no ha querido nunca ser un personaje público. El bacalao se parte en silencio o no se parte.
Vasile se fue, pero Vasile sigue aquí. Paolo Vasile es y será en España el mago de Oz, ese señor que se oculta en esa ciudad esmeralda en la que —si leen el original de Frank L. Baum— sus habitantes llevan gafas con cristales verdes. Para no deslubrarles, dice el mago. Pero las gafas son para no ver que la ciudad es de color gris.
A Paolo Vasile nunca le interesó la televisión pedagógica (la pública, en otras palabras), sino la televisión que da beneficios. Y beneficios ha dado. El día que yo muera (no le incluyo a usted porque me dirá que “esas mierdas no las veo”) habré atesorado, gracias a Vasile, momentos. Cultura… poca o ninguna. Pero momentos tendré para parar un tren. Momentos divertidos, bochornosos, grotescos, surrealistas, irreales. Lágrimas, estupor para las situaciones cotidianas que quise olvidar: rupturas, exámenes que no estudié, trabajos que no quise hacer, noches sola en casa o tantas con amigos haciendo pingpong en WhatsApp con Sálvame de fondo.
¿Nos hizo Vasile peores personas? Probablemente sí, pero lo que nos reímos. Recuerde que la televisión solo hace daño si no sabes apagarla. La semana que viene hablamos de lo de Jorge Javier, pero hoy déjenme citar a Martín Lutero cuando dijo que “Satán [cambien Satán por Vasile] habita en nuestra propia casa. Está en el pan que comemos y en el agua que bebemos”.
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