Hace casi 20 años, Cormac McCarthy se encerró en las dependencias del prestigioso Santa Fe Institute, compartiendo su día a día con sabios e investigadores dedicados a explorar los límites de la ciencia en campos como la física teórica, la lingüística, la astronomía o las matemáticas. McCarthy era el único escritor. Durante años, tras las puertas de su despacho se escuchó el teclear de una Olivetti Lettera 32 de color azul, hasta que un día decidió ponerla a subasta en Christie’s. El venerable artilugio se vendió por más de un cuarto de millón de dólares, que McCarthy donó al instituto. El escritor, que siempre ha rehuido a sus compañeros de profesión, es feliz entre científicos. En las estanterías de su despacho, en lugar de novelas figuran volúmenes como Los fundamentos de las matemáticas, publicado en 1931 por Frank Ramsey, discípulo predilecto de Wittgenstein.
Desde su llegada al instituto, McCarthy no ha dejado nunca de escribir. Durante su estancia allí puso fin a No es país para viejos (2005) y La carretera (2006), sus dos últimos títulos hasta que dentro de unos días, rompiendo un silencio editorial de 16 años, vean la luz de manera simultánea dos nuevas novelas, El pasajero y Stella Maris. En ellas el escritor aborda, junto a los temas por los que siempre ha mostrado interés, asuntos de índole científica.
Siempre se ha sentido atraído por quienes eligen vivir en peligro, movidos por fuerzas oscuras
Cormac McCarthy nació hace 89 años en Providence, Rhode Island, la ciudad natal de H. P. Lovecraft, con quien, pese a diferencias abismales, hay sutiles puntos de contacto en su concepción cósmica del horror que anida bajo la superficie de la existencia y la capacidad del ser humano para albergar y perpetrar el mal. A pesar de que su padre era un abogado pudiente, la complacencia de una vida cómoda y segura nunca fue una prioridad para él. McCarthy siempre se ha sentido atraído por quienes han elegido vivir en peligro, fuera de los engranajes de la sociedad, movidos por fuerzas oscuras. Dos actividades que le interesan sobremanera son el póquer y las carreras de coches. Durante cuatro años fue piloto de las Fuerzas Aéreas norteamericanas.
La belleza sobrecogedora de los paisajes de Tennessee y los inquietantes parajes urbanos de Knoxville, donde transcurrió su infancia, son el trasfondo de sus primeras novelas. De allí se trasladó a una precaria vivienda a espaldas de un centro comercial de El Paso, en una calle cuyo nombre, Coffin Street (la calle del ataúd), le hacía recordar el féretro en el que dormía el arponero de Moby Dick, una de sus lecturas predilectas. McCarthy no concede entrevistas ni se presta a lecturas, giras o firmas de libros, pero no es un recluso antisocial a la manera de Salinger o Pynchon. Casado en tres ocasiones, es más bien un hombre afable, cuyo atuendo recuerda al de los cowboys que pueblan sus novelas. En una ocasión en que le preguntaron por qué escribía, contestó, remedando a Flannery O’Connor: “Porque lo hago bien”. Su idea de un día perfecto es encerrarse en una habitación con un montón de folios en blanco. Decidida a hacer ruido por él, su editorial norteamericana ha anunciado una tirada inicial de 300.000 ejemplares para cada uno de los dos volúmenes de inminente publicación y 50.000 para la caja que contiene ambos.
El lenguaje de resonancias bíblicas sobre el que se sustenta la visión apocalíptica de McCarthy apenas ha experimentado variaciones desde la aparición de su primer libro, El guardián del vergel. Cuando, sin el apoyo de ninguna recomendación, el manuscrito llegó a las manos de Albert Erskine, legendario editor de William Faulkner y Ralph Ellison, le ofreció firmar un contrato por cinco novelas. El cuarteto inicial incluye, además de El guardián del vergel (1965), La oscuridad exterior (1968), Hijo de Dios (1973), y la implacable Suttree (1979), novela que roza la perfección.
A principios de los ochenta, McCarthy dejó Tennessee para instalarse en el suroeste, donde pasó cinco años documentándose sobre la historia de la frontera entre México y Estados Unidos. La incorporación de un paisaje y una realidad nuevos, incluida la presencia del español, añadieron otra dimensión a su obra. La primera cristalización de esta fase fue Meridiano de sangre (1985). Basada en hechos reales y de una violencia y atrocidad insoportables, la obra maestra de Cormac McCarthy es una suerte de wéstern metafísico en el que se nos obliga a contemplar la realidad del mal sin posibilidad de apartar la mirada.
En 1992, con Todos los hermosos caballos, primer volumen de su Trilogía de la frontera, llegó el éxito comercial. Su visión torturada del Oeste, descrita por medio de una prosa desnuda de una belleza desoladora, ganó el National Book Award. El escritor no acudió a la ceremonia. Los dos volúmenes siguientes de la trilogía, En la frontera (1994) y Ciudades de la llanura (1998), completan un friso que, pese a ser escalofriante, encierra un misterioso hilo de esperanza, que volverá a aparecer en otras obras.
En 2005, tras un silencio de siete años, vio la luz No es país para viejos, novela en la que la representación gráfica de la violencia tiene lugar en nuestro tiempo. Relacionando la desnudez del estilo y la casi total ausencia de puntuación con la brutalidad de las descripciones, un crítico afirmó que en el libro había más cadáveres que comas. Descrito por el propio McCarthy como una representación del mal en estado puro, uno de los protagonistas, Anton Chigurh, traficante de drogas, expresidiario y asesino, es una reencarnación del indeleble juez Holden, protagonista de Meridiano de sangre, quien a su vez es descendiente directo de Ahab, la monstruosa creación de Melville. Hay algo en la proclividad de McCarthy hacia la escritura de género que la hace atractiva a su extrapolación al cine. De hecho, No es país para viejos, escrito en seis meses, fue primero un guion teatral. Los hermanos Coen llevaron la novela a la pantalla. La película ganó cuatro óscars. Todos los hermosos caballos y La carretera también se convirtieron en filmes de éxito.
La doble novela remite al mejor McCarthy, sin la crueldad pero con toda la carga emocional de su obra
Íntima a la vez que descarnada, La carretera añade matices sutiles a la visión posapocalíptica que tiene McCarthy de la existencia humana. La novela, ganadora del Premio Pulitzer, cuenta la historia de un hombre y su hijo que sobreviven a un cataclismo que ha destruido la civilización. En contraste con el pesimismo radical de Meridiano de sangre, en la radiografía que hace McCarthy del alma humana aquí hay un punto de fuga que se abre hacia la posibilidad del bien.
A La carretera siguió el silencio narrativo de 16 años que se rompe ahora con la aparición de El pasajero y Stella Maris. Lo que hace Cormac McCarthy en estas dos novelas es admirable. En realidad, se trata de una sola obra que cuenta en dos fases la historia de dos hermanos, Bobby y Alicia Western. Bobby es buzo de rescate y Alicia un prodigio de las matemáticas. Aunque el centro de gravedad de El pasajero es el personaje de Bobby, el motor de la trama es la relación con su hermana. Los elementos clave para entenderla son el suicidio y el incesto. El pasajero incorpora una serie de interludios que recuerdan las intervenciones que hace David Lynch en sus películas, cuando introduce personajes y episodios que no es posible explicar. Hay momentos en que parece que estamos leyendo algunos de los pasajes más delirantes escritos por Thomas Pynchon. Las proyecciones psicóticas de la mente enferma de Alicia Western cobran vida propia y operan como personajes reales, en lo que supone una licencia insólita por parte de McCarthy. A su vez, El pasajero es una suma de historias que se acumulan configurando un agregado imposible. Teorías científicas y especulaciones filosóficas de toda índole ocupan una parte muy importante de las dos novelas. En boca de los personajes de El pasajero no funcionan, y amenazan con reventar la novela, pero las partes dedicadas a los encuentros de Bobby Western con una galería de personajes maravillosamente trazados remiten a momentos inolvidables del mejor McCarthy sin el elemento de la crueldad y con toda la carga emocional de sus reflexiones más profundas. La prosa en general y los diálogos en particular son adictivos. Resulta imposible dejar de leer. La novela te atrapa hasta el último capítulo, que tiene lugar en Formentera. Alicia Western padece esquizofrenia paranoide. Stella Maris es el nombre del manicomio en que decide ingresar, antes de suicidarse (asistimos a la escena en la primera página de El pasajero). La novela es una transcripción de las siete sesiones que mantiene Alicia con su psiquiatra. Además de un repaso a todos los temas imaginables de la filosofía y un buen número de asuntos de tema científico (que pueden acabar con la paciencia del lector y a veces son insufribles, además de difíciles de seguir), hay una exploración en profundidad de los tormentos de la protagonista. El padre de Bobby y Alicia fue uno de los físicos que trabajaron en el Proyecto Manhattan, cuyo fin fue crear las bombas atómicas que Estados Unidos dejó caer en Hiroshima y Nagasaki. Es difícil explicarlo, pero la doble novela con la que McCarthy parece querer despedirse de la vida y de la literatura es una obra a la vez exasperante y genial.
Autor: Cormac McCarthy.
Traducción: Luis Murillo Fort.
Editorial: Literatura Random House, 2022. A la venta el 10 de noviembre.
Formato: tapa blanda (624 páginas, 23,65 euros) y e-book (10,44 euros).
Cinco libros imprescindibles
1. Meridiano de sangre (1985). La obra maestra de Cormac McCarthy es una alegoría perfecta del mal. Estamos a mediados del siglo XIX. Un sanguinario grupo de mercenarios se dedica a cazar indios acabando con sus vidas y cortándoles la cabellera a razón de 100 dólares la pieza. La violencia lo impregna todo, incluso la belleza del paisaje. La novela está saturada de imágenes de una crueldad insoportable. El único consuelo es la perfección de la prosa, a través de la que el lector comparte con McCarthy su búsqueda desesperada de respuestas, aunque todo parece indicar que no las hay.
2. Suttree (1979). La muestra más lograda de la primera etapa de Cormac McCarthy es una radiografía perfecta del alma masculina en la soledad de naturaleza. Cornelius Suttree deja atrás Knoxville, abandonando a su familia para emprender una peripecia incierta instalado en una barcaza decrépita anclada en las orillas del río Tennessee. Por medio de un lenguaje de resonancias bíblicas y totalmente exento de sentimentalismo, la narración da cuenta de los encuentros del protagonista con una galería de personajes lacerados de los que la humanidad se ha olvidado.
3. La carretera (2006). Poética y profética, esta ficción post apocalíptica narra las peripecias de un padre y un hijo, supervivientes de una catástrofe que ha dejado el mundo cubierto de ceniza y poblado de cadáveres calcinados. Cuando se publicó originalmente, un crítico la caracterizó como una parábola de La noche de los muertos vivientes reescrita por Beckett. Según McCarthy, muchos de los diálogos son transcripciones de conversaciones que tuvo con su hijo. Presidida por un lenguaje que une, como quería Rilke, terror y belleza, en esta narración, donde la única verdad posible es la muerte, hay un hálito que invita a la esperanza.
4. No es país para viejos (2005). Western noir presidido por el caos y la violencia. Llewelyn Moss se tropieza en el desierto con una montaña de cadáveres junto a un alijo de heroína y más de dos millones de dólares en metálico. A partir de ahí, se urde una historia de asesinatos, venganzas y bromas del destino. En el centro de la acción, el sheriff Bell y Anton Chigurh, dos de las creaciones más logradas de McCarthy. Lo más probable es que Dios no exista, pero Satán es una realidad ineludible. Reducida a una imagen, la idea que tiene McCarthy de la teología es un frasco de cristal lleno de escorpiones.
5. Todos los caballos hermosos (1992). El primer volumen de la Trilogía de la Frontera, probablemente la novela más accesible del autor, cuenta la historia de dos chicos de 16 que se adentran en México, donde encuentran trabajo como domadores de caballos. Pese a que el argumento es más lineal de lo habitual en él e incluso hay una historia de amor, la majestuosidad del lenguaje, la limpidez de los diálogos y el sentimiento del paisaje siguen estando al servicio de una visión de la existencia tan profunda como compleja.
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