En defensa de las series cojín | Televisión

Llevo un tiempo sin saber qué serie ver. Más allá de los lunes gloriosos que nos ha dado The Last of Us; el resto de la semana, cada noche, el mismo enigma: ¿qué se pone una para evadirse en la era con más contenido a su alcance? En este barbecho entre The White Lotus y Succession he hecho lo que todos: recrearme en la seguridad de mis series favoritas. Voy alternando capítulos de Las chicas Gilmore con Doctor en Alaska mientras descubro esas otras series pequeñitas que nadie recomienda de cañas, pero entran mejor que un plato de pasta de resaca.

Dicen en Slate que la era de la “peak tv” —los días felices en los que los streamers ofrecían millonadas por el mejor talento— ha llegado a su fin. Que más que pico de creatividad, estamos ante una era bajonera (la “throug tv”) en la que solo interesa lo que dicta del algoritmo y recrear lo que en su día funcionó. De ahí esa avalancha de reformulaciones (malas) de series como Velma o Aquellos maravillosos 90, sobredosis de true crime y spin-offs de Yellowstone.

Puede que no comente con muchos que existen series tan inteligentes como entrañables como Abbott Elementary o que la simpleza irónica sin aspiraciones de cambiarte la vida de Maggie acaba enganchando (para nada, no habrá segunda temporada). No aspirarán al Oscar, pero entre tanta basura predictiva, también florece una hornada de comedias románticas con giro inteligente como Rosaline, Una antigua conocida o Fire Island. Nadie dirá que fueron dueños de la edad de oro televisiva, pero abrazarse a esos contenidos es como apoyarse en ese cojín gastado y favorito: nuestro oasis mientras sentimos que afuera nos arrolla la vida.

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