El discurso que Pedro Castillo iba a pronunciar la tarde del miércoles en el Congreso, en la que acabó disolviendo el Congreso y decretando un Gobierno de excepción, había sido editado en un archivo de Word. Luis Alberto Mendieta se lo envió al presidente por WhatsApp.
—Presidente, es el texto propuesto en su defensa—, le explicó el jefe de Gabinete, su principal asesor.
—Buenos días, don Alberto. No descarga—, respondió Castillo.
Esas palabras del documento adjuntado eran las que el presidente de Perú debía pronunciar esa tarde para defenderse del tercer intento de la cámara de destituirlo. Mendieta, según explica a EL PAÍS en el centro de Lima, sospechaba que Castillo no lograría bajarse el documento y por eso imprimió el discurso en papel y se lo llevó a su despacho. Un edecán le obstruyó el paso en la puerta y le aseguró que el jefe de Estado estaba ocupado y no podía atenderle.
Mendieta, su hombre de confianza, el que llevaba asesorándolo desde abril para tratar de enderezar un Gobierno a la deriva, se fue a su despacho a esperar a que el presidente se desocupara. En ese rato, le avisaron de que encendiera la televisión y viera el mensaje a la nación que iba a dar el presidente. El asesor se quedó mudo: Castillo estaba anunciando un autogolpe y un toque de queda. Él, que debía conocer todo lo que ocurría, no sabía nada, de acuerdo a su versión de los hechos. Su primer impulso fue regresar al despacho de Castillo, contra el que un juez ha decretado siete días de prisión preventiva, mientras es investigado por supuesta “rebelión y conspiración”.
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Allí se encontró a un hombre conmocionado, sentando en la misma silla en la que había lanzado el mensaje. Estaba pálido, parecía transparente. No era la imagen de un dictador convencido, sino de un señor asustado. Mendieta le dirigió sus últimas cuatro palabras:
—Presidente, ¿qué ha hecho?
El jefe de Gabinete cree que Castillo no respondió, aunque no está del todo seguro. Puede que murmurara algo tipo “era necesario”; o más bien “fue por la democracia”. Pero no puede confirmarlo. Era un momento de sensaciones, no de palabras. En la habitación había otros asesores de Castillo y, en silencio, a un lado, el ministro de Defensa, Emilio Gustavo Bobbio. Mendieta le preguntó qué pensaba y tampoco obtuvo una respuesta.
Las horas siguientes se espesaron. Castillo había lanzado un órdago del que podría salir victorioso, convertido en un caudillo con plenos poderes, sin el Congreso que tanto le atormentaba; o derrotado y detenido por un intento de sedición. En esos minutos todo estaba por decidirse. Mendieta y el resto de habituales de palacio aguardaron en una sala anexa. Ahí estaba Aníbal Torres, acérrimo de Castillo, un viejo abogado constitucionalista que nunca se ha separado de su lado. La sucesión de hechos no es nada halagüeña: los ministros, que no habían sido informados, dimitieron; la defensoría del pueblo le pidió que desistiera de la asonada y se entregase a las autoridades; y los militares, en un comunicado decisivo, anunciaron que le daban la espalda. Castillo era un cadáver político.
La gente que lo rodeaba en los últimos meses lo había visto ofuscado con el Congreso, al que acusaba de hacer imposible su presidencia. Algo de verdad hay en eso, aunque no es toda la verdad. Su Gobierno nunca tuvo rumbo ni propósito. Se rodeó de gente con intereses oscuros, según coinciden todos los que alguna vez han trabajado con él. No había ningún indicio, sin embargo, de que fuese a imitar a Alberto Fujimori, que en 1992 se dio un autogolpe que lo atornilló en el poder la siguiente década. Quizá, a la luz de los hechos, ahora muchos coinciden en que estaba muy preocupado por su familia, por lo que sufrían sus hijos y su esposa.
Ninguno de ellos se había acostumbrado a la vida en palacio. Ni siquiera el propio Castillo, que a menudo decía que echaba de menos ordeñar vacas, sentir la hierba fresca del campo y el frío serrano de las mañanas. La vida en los pasillos enmoquetados le resultaba artificial. Solo parecía feliz cuando alguien de su pueblo le visitaba, como ese adolescente que vivía en Estados Unidos, para cuyo abuelo Castillo había trabajado como peón en el campo hace 40 años. El presidente proviene de una familia humilde que trabajaba en semiesclavitud en la cordillera de los Andes hasta que el general Juan Velasco Alvarado promulgó una reforma agraria que entregó tierras a los más pobres.
Fracasado el golpe, los que llevan meses trabajando con él se temieron lo peor. No encontraban al presidente por ninguna parte, no sabían con exactitud dónde estaba. No lo verbalizaron, pero los presentes pensaron que podía haber tomado una medida drástica, como la del expresidente Alan García, que se disparó con un revólver cuando una comisión judicial lo iba a detener por corrupción en su casa. El jefe de la casa militar, el encargado de la seguridad de Castillo, ordenó entrar en las habitaciones en las que vive el presidente con su familia. Allí no había nadie.
El autogolpe había sido improvisado, abrupto, pero Castillo había preparado una escapada. Se dirigía a la Embajada de México después de pedirle asilo su presidente, Andrés Manuel López Obrador. Pero nunca llegó. En el camino lo detuvo su propia escolta, que lo trasladó a una comisaría. Su aventura había acabado.
Mendieta, 24 horas después, lo cuenta sentado ante un té en una cafetería del centro de Lima:
—Usted, como hombre de confianza de Castillo, alguien que lo ha tratado muy de cerca, ¿cree que era plenamente consciente de lo que hacía?
—En un momento de obnubilación la gente hace actos irracionales, pero eso entra en el terreno del psicoanálisis y yo no soy un experto.
El presidente fue trasladado de noche en helicóptero al penal de Barbadillo, donde cumple condena Fujimori desde 2007. Seguramente no era eso lo que pretendía al seguir los pasos del último dictador peruano.
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