Mirar hacia arriba es sano.
Ya lo dijo Sócrates. Según el ilustre griego, nos permite pensar en cosas que son más nobles que el día a día, aunque, y esto lo digo yo, hay nobleza también en muchas parcelas de lo cotidiano. Con solo un pequeño giro de cuello y aunque solo sea por un momento, podemos huir del ruido del mundo, de las guerras, las redes sociales, la factura de la luz y el mundial. Probadlo, es sencillo y no cuesta nada. Permite tomar aire y un poco de perspectiva. Si es en el campo mejor; y si es en silencio, y en una noche oscura, mejor todavía.
Centrémonos en la noche. Pensemos, ahora, por un momento en los infinitos puntos de luz que llenan el cielo nocturno. Esos diminutos faros nos han guiado, me refiero a la humanidad, a lo largo de la historia. Gracias a las estrellas nos hemos orientado en viajes imposibles cuando la Tierra era un lugar todavía más desconocido. Han sido las brújulas que nos permitían movernos largas distancias mucho antes de que entendiéramos siquiera hacia dónde íbamos. Y aunque no somos los únicos animales que las usan para orientarse, sí somos los únicos que estamos causando que ningún otro animal las vea, incluidos nosotros mismos.
Las estrellas nos han dado de comer cuando casi todos los de nuestra especie nos pasamos a la agricultura. Nos ayudaban a medir el paso del tiempo, ese gran desconocido todavía. Una de las más bonitas, Sirio, avisaba que se acercaba el momento de las crecidas del Nilo a los egipcios. Casi nada.
Eso sí, fallan al predecir los asuntos humanos. Pero eso no ha impedido que astrólogos y nigromantes hagan caja desde que aprendieron a engañar a los reyes medievales. No pasa nada porque de la recopilación de datos astronómicos financiada por esa ficticia capacidad predictiva nos hemos beneficiado todos. Esos datos del movimiento de las estrellas han contribuido al descubrimiento de todas las leyes de la naturaleza que conocemos hasta ahora, desde Newton a Einstein, por poner el ejemplo de dos hombres de los que todas hemos oído hablar. Aunque haya sido una mujer desconocida, Cecilia Payne, quien entendió de qué estaban hechas.
Las estrellas nos han dado de comer cuando nos pasamos a la agricultura. Eso sí, fallan para predecir asuntos humanos. Pero eso no ha impedido que astrólogos y nigromantes engañen
Pero, ¿qué son? ¿Qué hemos aprendido de ellas con los años? Pues sabemos que a pesar de ser lo más pesado que existe, están hechas de lo más ligero: hidrógeno y helio. Apenas un 1% de la masa del Sol está compuesta por elementos como el oxígeno, el hierro, el níquel o el silicio y, entre ellos, los más abundantes son los más ligeros. Lo que nos hace ser lo que somos constituye la parte más insignificante de la masa de una estrella.
Hemos entendido que brillan porque en su interior la temperatura es muy alta, millones de grados más alta que en su superficie, y que allí la materia se encuentra en un estado que no es ninguno de los que aprendimos en el colegio. No está en forma de líquido, de gas ni de sólido. En una estrella, el material está en forma de plasma. Un plasma ligero que contrarresta su propio peso por fusión nuclear: transformando cada segundo millones de kilogramos de hidrógeno en helio, o helio en carbono, nitrógeno y oxígeno, y así sucesivamente, hasta llegar al hierro, que es lo que las hace explotar si llegan hasta ahí. No todas lo hacen.
Las hay rojas, blancas, azules, amarillas, negras. Sí, tienen colores, solo hay que fijarse un poco para verlos. El color, salvo si son negras, se debe a su temperatura. Las estrellas azules son las más calientes. También existen en forma de enanas y de gigantes y las hay que ni siquiera lo son: las llamamos fugaces.
Algunas, como las enanas rojas, viven para siempre: podrían tener como máximo la edad del universo. Otras como las enanas marrones no se llegan a cocinar del todo, no tienen suficiente masa. Y entre las que han cambiado y cambian muy rápido están las gigantes y las supergigantes rojas. Los astrofísicos somos muy de llamar a las cosas por su aspecto.
Creemos que casi todas tienen planetas, aunque esperamos, por muchas razones, que algunas tengan más que otras. La mayoría, y esto es de lo más sorprendente, no están solas. Nacen en parejas, o en tríos, y se mantienen así hasta que una de ellas, la más masiva, se come a la otra o explota destruyendo a su compañera o, si sobrevive, la lanza a viajar por la galaxia a toda velocidad.
La mayoría de las estrellas tienen planetas, no están solas. Nacen en parejas y se mantienen así hasta que la más masiva se come a la otra o explota destruyendo a su compañera
Las hay que devuelven despacio lo que han construido en sus entrañas. Todo para llenar estrellas de la edad del Sol de ese 1% de material del que también estamos hechos nosotros. El infinito de lo grande y lo pequeño está escrito en cada uno de esos diminutos faros. Hay muchas, más de las que puedas contar y nos han sido útiles siempre precisamente para eso. Contamos para imaginar el infinito.
Hemos osado escribir con ellas incluso historias humanas tejiéndoles formas a sus constelaciones. Si Homero pudo llegar a Ítaca fue porque mantuvo el Oso, la osa mayor, a su izquierda y si Penélope aguantó la espera es porque supo manejar el tiempo. La profesión más antigua de la humanidad, no nos engañemos, es la que ha usado las estrellas para hacer relojes, calendarios y brújulas.
En las estrellas leemos el pasado y el futuro, no el humano, sino el de absolutamente todo. Eso sí está escrito en ellas, aunque todavía no nos lo han contado todo. No han dicho su última palabra. Espero que, antes de morir asfixiados en nuestros propios gases, nos permitan entender, al menos, qué son la materia y la energía oscuras.
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