Más allá de los casos que la prensa está desvelando estos días, ¿cómo de serio es el problema de la mala conducta científica en España? Aunque hay algún desacuerdo sobre qué constituye mala conducta, hay consenso en que la falsificación, la manipulación de datos y el plagio son casos graves. Pero hay también acuerdo en que la fiabilidad de la ciencia, y la confianza que despierta en el público, exige además el control y erradicación de otras prácticas dudosas más comunes como hacer uso de diseños experimentales controvertidos (por favorecer una de las hipótesis a prueba), ocultar datos relevantes para la investigación, publicar varias veces el mismo texto, regalar o inventar coautorías, y no declarar conflictos de intereses.
Sobre la base de estos consensos, España se enfrenta al menos a dos problemas: no sabemos demasiado sobre lo extendidas que están las malas prácticas científicas en nuestro país. Y, si lo supiéramos, tampoco tendríamos demasiados medios para corregirlas. Aunque es cierto que, en general, determinar la prevalencia de la mala conducta no es fácil, esto se hace más difícil en España porque carece de un organismo que supervise, desde el punto de vista ético, la producción científica. A diferencia de otros países como Estados Unidos, España no cuenta con una oficina de integridad científica encargada de investigar los casos sospechosos de mala conducta y con autoridad para sancionar a personas e instituciones que incurran o permitan malas prácticas.
En España tenemos, desde luego, Comités Éticos de Investigaciones Clínicas, pero su función fundamental es proteger los derechos y bienestar de los participantes en investigaciones en humanos, no la de evaluar las malas conductas científicas en general. También hay Comités que supervisan la integridad científica en las universidades y centros de investigación, pero no es obligatorio crearlos ni existen, por ejemplo, criterios comunes sobre cómo deben ejercer su tarea. Además, por sí mismos, estos comités serían insuficientes. Después de todo las instituciones no suelen tener incentivos para identificar, documentar y perseguir conductas que, como hemos visto también estos días, acabarán afectando a su reputación pública. Esto no sólo hace difícil determinar la prevalencia real de la mala conducta científica, sino que también pone en tela de juicio la capacidad de las instituciones pertinentes para prevenir y corregir los casos de malas prácticas. Es más, parte de la confusión que hemos visto en el debate se debe a que, hoy por hoy, en España no existe ninguna obligación de formarse en ética de la investigación, ni tampoco hay criterios comunes sobre cómo hacerlo o a quién exigírselo.
No todo son malas noticias, sin embargo. La Ley 17/2022 de ciencia, tecnología e innovación, reitera la creación del Comité Español de Ética de la Investigación como órgano colegiado e independiente. Este Comité, que acaba de crearse, tiene entre sus funciones las de emitir propuestas e informes sobre materias relacionadas con la ética de la investigación, así como establecer principios generales para la elaboración de códigos de buenas prácticas. Además, el Real Decreto 53/2023 aprobó el reglamento del comité español de ética de la investigación donde se especifican más detalladamente sus funciones, así como su composición, estructura y organización. El Comité dispondrá de una Oficina de Integridad Científica y de una Comisión Nacional de Ética de la investigación científica y técnica con competencias sobre los asuntos que aquí nos ocupan. Aun así, el Comité tiene un carácter exclusivamente consultivo, no tiene autoridad para imponer sanciones. Y no está claro de qué recursos dispondrá para funcionar, pues el Real Decreto no establece una línea específica de financiación. De hecho, ya en el 2011 se había promulgado una ley que exigía la creación del Comité recientemente formado, así que bien podría suceder que, una vez olvidado el revuelo de estos días, transcurra otra década sin ningún avance significativo.
Si hemos pasado tanto tiempo sin una agencia de evaluación sin más que algún que otro escándalo, alguien podrá preguntarse si su creación es realmente necesaria. Para ello, basta con mirar lo que sucede fuera de España. Campos de estudio completos han sufrido una crisis de reputación internacional a raíz de estos escándalos, como fue el caso de la investigación con células madres embrionarios por el fraude perpetrado por Woo Suk Hwang y sus coautores, o el campo de psicología social después de los escándalos recientes causados por investigadores de esa disciplina. Pensemos en la crisis de reputación de las agencias reguladoras del medicamento, como la FDA estadounidense, cuando han autorizado tratamientos sobre datos controvertidos. Y no olvidemos, tampoco, el escándalo oculto que supone el desperdicio de los recursos públicos que van a parar a investigaciones dudosas. Y si estos efectos no nos preocupan, la mala conducta científica también puede producir daños a los participantes en ensayos clínicos y a los pacientes que reciben tratamientos basados en resultados erróneos. Paso a paso, todos estos factores acaban minando la confianza del público en la ciencia.
Estos no son problemas menores. A esto hay que añadir otro hecho preocupante. Aunque hay desacuerdos sobre cuáles son los factores que favorecen la mala conducta científica, hay evidencia de que aquellos países que tienen políticas nacionales de obligado cumplimiento para los investigadores, con sanciones para los infractores, corren menos riesgo de verse afectados por las malas prácticas. ¿Cuántos escándalos tendrán que producirse para que tomemos medidas?
Inmaculada de Melo Martín es catedrática de Ética Médica. Weill Cornell Medicine—Universidad de Cornell. Profesora Visitante, Biobanco CNIO
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