Había terminado mi entrevista con Martin Amis. La encargada de prensa de su editorial se alejó para negociar con un fotógrafo la sesión de retratos por venir. “¿Escribes literatura o solo periodismo?”, preguntó él, sin mirarme, el cigarro entre los dientes, mientras trazaba una escueta dedicatoria en el ejemplar de uno de sus libros. Llevé tres en la mochila, pero decidí pedir que autografiara dos: una edición mexicana y rara de su primera novela, y la versión en español de Experiencia, su autobiografía. Respondí casi avergonzado: “Escribí una novela. Acabo de firmar el contrato. Saldrá en unos meses”. Amis me devolvió los libros y la pluma. Era bajito, flaco, el cabello engomado y peinado hacia atrás. Tenía un aire insolente y frágil. Jamás sonreía o lo hacía con una sutileza que hacía parecer exagerada a la Gioconda. “A novel?… Well, enjoy it” (“¿Una novela?… bueno, disfrútalo”), comentó, socarrón, y me ofreció la mano a modo de despedida.
Antes, hablamos por más de una hora sobre sus novelas y el dilatado panteón de autores de cabecera que asomaban en sus ensayos y, por momentos, en los modos de su pluma: Kingsley, su padre, Bellow, Roth, Larkin, Updike, Nabokov. También sobre Hitchens, su gran amigo de la madurez (con el de la juventud, Julian Barnes, llevaba ya años sin cruzar palabra). Y, cómo no, sobre cuestiones narrativas. El fraseo, la idea del “estilo”, que obsesiona a algunos e irrita a otros. Los temas y los recursos: la crítica de la masculinidad, el humor, la tragedia, el mal, la juventud y su final, la violencia, la muerte.
Era el año 2005, primeros días de diciembre. Se celebraba la Feria Internacional del Libro en Guadalajara y yo, que era editor en un diario, me había transmutado por un día en reportero para conseguir aquella charla, que se realizó en el jardín del hotel en que se hospedaba. Amis había sido uno de mis héroes literarios de la juventud y era, además, uno de los pocos entre ellos que aún vivía. Aquella fue la primera ocasión en que visitó a la FIL y yo, que me había pasado diez años publicando columnas en las que clamaba para que lo invitaran, me sentí recompensado por la fortuna.
Volví a verlo en persona diez años después, en Xalapa, durante un Hay Festival. Había dejado la prensa hacía un par de años y me dedicaba ya, de tiempo casi completo, a la literatura. El chisme en el festival era que Amis “no estaba cooperando”. Se había mostrado apático cuando quisieron reunirlo con Richard Ford y de plano brusco, decían, cuando se le acercó el músico Michael Nyman. No acudía a las comidas colectivas y atendía las entrevistas en un patio, lejos del resto de participantes. Quería que me autografiara otro libro, su novela más reciente, pero no a costa de incordiarlo. Uno de los reporteros formados para charlar con él se prestó a ser mi cómplice y consiguió la dedicatoria en su turno, no menos lacónica que las primeras que tuve. Por la tarde, de paseo en Xalapa, vi a lo lejos a Amis: solo, en un restaurante, con una taza de té y un libro ante él.
Varios de los escritores que fueron a ese festival andaban trinando contra su “novedad” (la novela Lionel Asbo: el Estado de Inglaterra). Debo confesar que me reí muchísimo con ella. Una comedia negrísima, grotesca, desaforada. Otros más gruñían por sus libros críticos contra el estalinismo (el tipo de gente que dice “claro que Stalin cometió crímenes, pero…). Me di cuenta de que todo mundo consideraba importante a Amis pero que a pocos nos gustaban, realmente, el personaje y los libros. Era un tipo demasiado lúcido, burlón y old school para el gusto de una época que prefiere las efusiones sentimentales y las consignas antes que cualquier atisbo de pensamiento crítico o, peor aún, de ironía. Y que prefiere un hipócrita a un honesto misántropo.
Algo así, pero magnificado, le sucedió a Amis en su carrera literaria. Su único premio importante lo recibió a los 24 años y por su primera novela. Hubo quien amenazó con saltar de un edificio con tal de que no le dieran el Booker. Todos los autores de su famosísima generación (Rushdie, Barnes, Ishiguro, McEwan, etcétera) se fueron volviendo ídolos de los lectores biempensantes. Amis no. Siguió estilando su veneno, y cuando la prensa lo confrontaba se sacaba de la manga una serie de frases sarcásticas e incómodas que ponían rojos de ira a los salvadores del mundo. Leído por miles de personas, criticado con la misma intensidad. Irritante hasta al final. Sin sonreír en las fotos. Y con sus malditas dedicatorias de dos palabras, una de ellas tu propio nombre. Y luego su firma.
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