Nada por aquí, nada por allá. Me ocurre respirando, viendo películas, series, documentales. También escuchando sin interés una música que no me transmite nada. Bueno, mis padres contaban lo mismo cuando aparecieron los Beatles. Pero desde hace mucho tiempo me duermo, además de con la ayuda de mis pastillas, con una especie de arrullo. Lo utilizaba en su despedida nocturna a los niños huérfanos un médico abortista, adicto al éter y a follarse a sus enfermeras. Ocurría en Las normas de la casa de la sidra. Les decía: que durmáis bien, príncipes de Maine, reyes de Nueva Inglaterra.
Y todo me parece sombrío. No ya la tecnología que se ha apropiado de las vidas y de las almas, sino también el cine, la literatura, la música. Me aburren a pesar de sus inagotables publicistas. Para mis gustos, casi todo es mediocridad o bazofia, protagonizadas por la inclusión, el empoderamiento, lo binario, esas cositas impostadas que aseguran a tanta gente mediocre una nómina a perpetuidad.
Y en medio del cutrerío progresista, la repetición, lo previsible, alguien me aconseja que vea el documental Sapo S.A. Memorias de un ladrón. Está en Amazon Prime Video y me deja tocado, fascinado. Habla el protagonista, un señor que robó varios cuadros de la inaccesible madame Koplovich. Me recuerda al mitológico Hannibal Lecter. Cuenta una psiquiatra que él representa el modelo del psicópata.
Ese sonriente fulano es hipnótico, frío, racional, cruel, manipulador, cínico y ante todo pragmático. Me provoca escalofríos ese hombre tan inteligente que desde pequeño quiso ser delincuente, gánster, criminal. Y que asegura no arrepentirse de nada. Tal vez de su fracaso. Después de tanto triunfo.
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