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Los comienzos
Llevo muchos años pensando en la primera frase de esta columna. El comienzo ha cambiado conforme ha sido afectado por los ánimos y los pesares, que aunados a la edad, hacen de este inicio un caos arborescente. Tengo que dejar ir para reconocer lo que quiero decir. Debo encontrar ese nopal mitológico a contraluz para dibujar las distintas figuras que aparecen en sus ramas. Tuve que dejar ir para entender y así crearme a mí mismo constantemente. Tengo que aceptar que hay muchos comienzos.
Este caos solamente tendrá sentido una vez que las consecuencias de la paciencia floten de vuelta a la tierra de donde surgieron. Eligiendo uno de los inicios aleatoriamente: el nacimiento de mi primer hijo, Lázaro. Ahí surgió la felicidad en forma de luz que alumbró el rumbo. Estaba dispuesto a que los temores se convirtieran en el miedo generalizado que experimentamos los que tenemos hijos. Pero también estaba dispuesto a volverme más idealista y emular el acto de arrojo de tener hijos, de ser pareja, de cuidar y hacer el equipo más simpático y expansivo que exista. Por suerte —o quizás por estar dispuesto a todo lo que el destino me quisiera arrojar— me dio por el lado idealista.
Esa postura no está exenta del miedo en lo absoluto. El idealismo, a punto de cumplir treinta años, apareció como eco de lo poderoso que es la juventud, y lo más poderoso aún que es saberse equivocado en algunas conclusiones a lo largo de la vida. Pero ese inicio, aquel mandamiento hecho palabra que nos hace ver el futuro como la única realidad posible, me convidaba a seguir haciendo la sempiterna pregunta enmarcada y contextualizada en el presente: ¿La tierra será habitable para mi hijo cuando crezca?
Y a esta le siguieron una cantidad tremenda de preguntas similares: ¿Qué tan trágico es el cambio climático?; ¿qué puedo hacer, individual y colectivamente, para revertir los daños que hemos ocasionado?; ¿qué y quiénes son los que más contaminan?; ¿quiénes experimentan la misma angustia que yo tengo al hacerme estas preguntas?; ¿hay alguien que tenga la respuesta? Y un larguísimo cuestionamiento que abarcaba horas de conversación y ponderación mientras mi hijo dormía en aquel cortísimo momento donde los bebés duermen casi todo el día — menos la noche.
Poco se entiende acerca del lujo del verdadero cansancio y la falta de sueño hasta que se es padre o madre. Uno está completamente fatigado sabiendo que este es el mejor de los insomnios posibles. Es también una suerte, un privilegio, una forma de comunicar ácidamente con el cosmos de que se está vivo. Y en esos andares, yendo a comprar la leche que no hace falta, porque nadie toma leche de vaca en la casa, me llegaban recuerdos de los momentos de arrojo que he tenido en la vida.
“Desde los quince años no bebo Coca Cola”, pensaba en voz alta mientras miraba el dibujo de la vaca lechera del tetrapak. Tomé la decisión al visitar un pueblo de la sierra huichola entre Nayarit y Jalisco, en México, donde no había agua potable, pero sí había muchísimas botellas de Coca Cola. Era un acto contestatario pequeño, casi insignificante, pero que requería mucha disciplina. No se lo comentaba a nadie para no tener que explicar el razonamiento político y encontrarme con una respuesta condescendiente acerca de las nulas consecuencias de mi boicot personal. Ya entonces notaba la delgada sonrisa que se dibuja en las personas para las que esa lucha se volvió un caballo cansado. Aún así leía la sección de economía en los periódicos para ver si habían bajado las acciones de esa empresa de refrescos —cualquier descenso en las cotizaciones de Bolsa lo veía con la misma satisfacción que se siente al ver el equipo odiado perder por goleada. Todo esto, y mucho más, lo pensaba frente a la vaca que parecía reír y seguirme la mirada, como la Mona Lisa.
Estaba cansado y feliz. Todas las canciones y los dibujos tenían un nuevo sentido. Todas las preguntas agarraban vuelo y me acompañaban toda la noche como tormenta tropical. A veces lograba levantarme para apuntar estas inquietudes para ver si a la calma del día siguiente le podía acompañar alguna lucidez que me hiciera entender para encontrar una respuesta. Pero a cada respuesta le venían diez preguntas más. Si esta era la naturaleza de aquella disquisición, quizás por eso aquel término que comenzó en el hemisferio cultural de occidente como “ecología” devino hoy en día en “la emergencia climática”. Cada pregunta se enfrenta al gran muro de vidrio que Gunther Anders bautizó como lo supraliminal: en pocas palabras, es aquello que es real pero es tan grande para entender que navega por encima de las palabras como la bomba atómica o como un gran tsunami.
Ante esas dimensiones, toda inquietud se incrementaba a cada paso que lograba dar en el entendimiento a estas preguntas que generaban muchas respuestas y aún más interrogantes. Llegaba el punto en el cual lo único que quería era escuchar a un experto o experta dar alguna clave optimista en torno al futuro. Pero esa pista no venía y mucho menos de los expertos que ya cargaban con varios duelos al ser vigías del horizonte trágico que se avecina.
Y así pasaban las noches y los días que para entonces ya eran una misma cosa. ¿Será que todas las paternidades generan naturalmente este cuestionamiento?; ¿será que ahora no solo nos preguntamos por el futuro de nuestros hijos, sino por el futuro de la humanidad entera?; ¿ será esta la primera vez en la historia de la humanidad que estas preguntas naturales ahora abarcan a todo aquello que está vivo y aún más allá? Por más que leo ensayos al respecto y que formalmente puede existir un laberinto para dibujar su recorrido, siento que hoy nos estamos haciendo las preguntas terribles respondiendo a un llamado que nos conecta con la tierra y con todo aquello que percibimos. Por favor, lean esta columna del fin de año de 2014 que escribió Eliane Brum. En ella le da nombre a la angustia y ansiedad moderna que sentimos los seres humanos — y que estoy seguro son padecidas por todos los seres vivos también— en este momento y en todas partes.
Esta “enfermedad del siglo XXI” es la alarma que nos convoca a prestar atención a la destrucción de todas las cosas que nos mantienen vivos. Es un grito amorfo y muy silencioso que requiere mucho arte para ser escuchado. Hay que ver ese hilo dorado que nos señala el horizonte y seguirlo hasta descubrir que no hay mayor alegría y libertad que encontrarnos en ese camino. Y así, como en muchas otras cosas, cambiará la cosa.
A mí me cambió la vida ocuparme y poner el cuerpo para entender la emergencia climática. Me dio rumbo y conjugó con aquel sentimiento bellísimo y liberador que es ser padre, donde te das cuenta ¡por fin! que hay alguien más importante que uno mismo. Hay muchas maneras de crecer y darse cuenta de esto. No quiero que se interprete que ser padre es la única manera de lograr ese salto de madurez. Pero a mí así me tocó. O por lo menos, ese fue un detonante de estas inquietudes que ya tenía, pero a las que nunca me había enfrentado con la frente plena y la panza relajada.
Hago pausa para poder seguir después, pero cierro con esta frase potentísima que el escritor húngaro Sándor Márai le hace decir al general en El Último Encuentro: “Al final, al final de todo, uno responde a todas las preguntas con los hechos de su vida: a las preguntas que el mundo le ha hecho una y otra vez. Las preguntas son estas: ¿Quién eres?; ¿qué has querido de verdad?; ¿qué has sabido de verdad?; ¿a qué has sido fiel o infiel?; ¿con qué y con quién te has compartido con valentía y cobardía? Estas son las preguntas. Uno responde como puede, diciendo la verdad o mintiendo: eso no importa. Lo que sí es que uno al final responde con su vida entera”.