Aunque pasa medio año en su estudio de Normandía, hemos quedado en su casa de París. La ideó su mujer, la decoradora Elizabeth Garouste. Allí se retrata. Pero prefiere que la entrevista sea entre sus lienzos expuestos en el Centro Pompidou hasta principios de enero. Es martes, día de cierre. Las salas están vacías, y Garouste, sus miedos y sus obsesiones se multiplican por las paredes. Allí está pintada la pistola que sacó su padre para amenazar a su madre y luego dejó sobre una mesa. También la capacidad de Don Quijote para ver belleza en la fealdad. Y también los talleres de La Source, una organización que inicia en el arte a niños con problemas. “El objetivo no es formar artistas, sino descubrirles el arte como cura”, dice. Sabe de qué habla.
L’intranquile [El intranquilo, que Errata Naturae traduce al castellano] es el título de sus memorias. ¿De dónde venía esa intranquilidad?
Como título, de Pessoa. Pero resume mi carácter: dificultades psicológicas para vivir, delirios y, aunque he conseguido tener una vida, me ha quedado la necesidad de vivir pendiente del menor signo de que la cabeza se me va, intranquilo. Tengo que evitar el júbilo. Las crisis me han convertido en un hombre prudente. Mi vida sin los medicamentos sería imposible de soportar. A cambio, he conocido la calma.
¿Cuándo tuvo la última crisis?
Hace cinco años. Íbamos a salir de viaje. Le temo al entusiasmo. Y mi mujer más. Empiezo a hablar mucho y veo en su cara lo que viene. Entonces actuamos. El psiquiatra le indicó qué medicación darme y al día siguiente estaba destrozado, pero el delirio se había ido.
Su obra es la de un hombre apasionado, alguien que no deja de analizar y recordar. ¿Cómo conjuga esa búsqueda con la calma?
Creo que la calma llega con la experiencia de la vida. Durante 30 años me psicoanalicé. Un psicoanálisis no es un diálogo, es un monólogo con uno mismo. Y al final perdí el miedo. Hoy no tengo miedo de nada. Tampoco tengo secretos. Creo que soy libre.
¿Lo ha sanado pintar, escribir, estudiar o psicoanalizarse?
Todo es lo mismo: hablar. Uno se libera hablando. Quien sabe hablar no necesita gritar. Uno es consciente de lo que llega a decir. Hablar es ordenar la cabeza.
Tuvo su primera gran crisis cuando su mujer estaba embarazada de su hijo Guillaume.
Pinté ese delirio. Me obsesioné con el libro L’herbe du diable et la petite fumée, de Carlos Castaneda. Tomé a Elizabeth como al diablo.
En su autobiografía se pregunta cómo ella ha podido permanecer con usted tantos años. ¿Ha encontrado respuesta?
Se llama amor. Pero es increíble, claro. Todos nuestros amigos le recomendaban que me dejase. Pero ella se quedó. Su actitud me deja sin palabras. Incluso hoy. ¿Quién se queda al lado de un loco? Cuando he estado mal, yo he sido incapaz de asumir mi amor por ella. Ella, en cambio, siempre ha sido capaz de todo. Cuando no teníamos dinero, trabajaba en la zapatería de sus padres. Y no me dejaba caer.
El cuadro favorito de Elizabeth es el de un hombre que camina con un bastón por un campo calcinado. ¿Le ha preguntado por qué?
No. Porque lo sé. Ella solo quería que volviera a pintar. Y yo me pasaba el día durmiendo. Los que duermen durante el día tienen una vida horrible. Es duro no poder ser persona. Lo pinté después de pasar una década viviendo como un vegetal. Intentaba pintar, pero me tumbaba al pie del caballete y me ponía a dormir, como un gato.
¿Por qué?
Era un sitio incómodo y pensaba que allí no me quedaría dormido. Luego comprendí que la medicación era demasiado fuerte. Mi psiquiatra actual dijo que me habían curado anulándome para que no molestara. Corrigieron la medicación y pinté esa travesía por el campo calcinado.
¿El delirio es una huida?
Claro, uno se convierte en desertor cuando la vida le resulta muy dura. Tras el primero grave, me internaron. Había arriesgado, no ya mi vida: la de los demás. Amenacé a todo el mundo: a mi mujer, a unos curas…
¿Se ha beneficiado del delirio?
Es paradójico, pero encontré una profesión que podía convivir con mis delirios. Es como cuando uno se rompe el brazo y aprende a escribir con el otro. Un pintor un poco loco es admisible. ¿Se imagina que hubiera sido médico? Nadie hubiera confiado en mí. Estar loco permite jugar. La cuestión es con qué se juega.
Ha pasado parte de su vida repensando la figura de su padre. Lo ha visto como un psicópata que amenazó con asesinar a su madre.
Sí, está en ese cuadro [lo señala]. El término me lo dijo un psiquiatra cuando le describí su manera de actuar.
Sin embargo, escribió que al final de su vida se dio cuenta de que se amaban.
Así es. Como tantas cosas en la vida, es paradójico. También me he dado cuenta de que mis padres me querían. A su manera. Pero, a la vez, se hacían daño. Cada uno a su manera, por acción o por omisión.
El intranquilo comienza con la muerte de su padre y una constatación suya: “Su muerte no cambia mucho”. ¿Por qué comenzó a escribir por ahí?
Una cosa importante fue cuando descubrí que él, durante la II Guerra Mundial, había expoliado las pertenencias de los judíos. Me sentía responsable de algo que no había hecho, pero quedaba asociado a mi nombre. Hoy no me siento culpable. Pero siento vergüenza.
Antes de aceptar la distancia de su padre, intentó hablarle.
Se puede aceptar todo a condición de hablarlo. Hablar es la clave. Pero mi padre nunca lo hizo. Nunca quiso. Eso me enseñó a hablarles a mis hijos.
¿Han sido testigos de los vaivenes de su vida?
No podían elegir. Estaban allí. Elizabeth habló con ellos. Pero creo que entendieron de otra manera mi problema cuando les di a leer El intranquilo. Para ellos, el gran shock llegó entonces. Adoraban a su abuelo. Las personas somos complejas. Y eso es lo que terminó por apasionarme del judaísmo, que investiga esa complejidad en lugar de negarla.
Defiende la duda como libertad y la necesidad de no ocultar las cosas.
Ambas cosas son vitales. Las mentiras son dolorosas para quien las utiliza y para quien las recibe.
Su libro ha terminado en la mesa de psiquiatras.
El mío no ha querido nunca leerlo. Pero muchos lo recomiendan. Me han invitado algunas veces a congresos de psiquiatría. [Se ríe]. Consideran que es alentador para los pacientes ver cómo se puede convivir con una enfermedad así. Soy maniaco depresivo. Pero uno se va ajustando.
Llegado un punto, sus padres se dieron cuenta de que estaría mejor sin ellos
Y me dieron la vida. En el internado conocí a los que hoy son mis grandes amigos: Patrick Modiano, Jean-Michel Ribes. Modiano describió la escuela “de pequeños mal amados, bastardos y niños perdidos”.
¿Fue un niño perdido?
Mis padres me quisieron. Aunque tardé en comprenderlo. Era disléxico y generaba burlas entre los compañeros. Hasta que vieron cómo dibujaba. Un psicólogo recomendó un internado. Mi padre no quería porque él lo había pasado mal en uno. Pero a mí me abrió el mundo.
¿Cómo se aprende a vivir siendo tan frágil?
Todos tenemos un grado de fragilidad. La riqueza se obtiene yendo hasta la profundidad de esa fragilidad. Así trabajo yo: uno se puede alimentar de su propia fragilidad. Creo que todo lo que he conseguido en la vida ha sido gracias a mi fragilidad. Los problemas o te matan o te fortalecen.
Comenzó a pintar cuando muchos artistas consideraban que el tiempo de la pintura había pasado.
¿Qué hacer después de Marcel Duchamp?, un tipo que metió un orinal en una galería, lo tituló Fuente y desubicándolo lo convirtió en arte. Lo que hizo fue trasladar la autoría artística de quien hace las cosas (él no había hecho el urinario) a quien las piensa. En el siglo XX las obras de arte no se pintaban, se pensaban. La vanguardia artística siempre ha necesitado negar lo anterior, superarlo, contradecirlo. La historia del arte es como el parchís, uno avanza poco a poco y cuando corre un riesgo puede avanzar más, acabar en prisión o regresar a la casilla de salida. Duchamp es un regreso a la casilla de salida.
¿Y usted dónde está?
El típico pintor francés que regresaba del viaje a Italia con la historia del arte en la cabeza fue Poussin. Tenía la técnica en la cabeza. Sabía cómo pintar calor. Yo he querido seguir esa línea de conocer las reglas del juego para poder saltármelas. La confianza en este oficio la he encontrado en mí mismo. En mis sentimientos, en lo que me transforma. La vanguardia es una batalla. Y yo la llevé a mi interior.
Jean Dubuffet recorrió psiquiátricos para acercarse a cómo pintaban los enfermos.
Hizo lo contrario a lo que yo hacía. Buscaba pintar la deformación que veían los otros. Duchamp detestaba la academia, pero hizo que el discurso construyera la obra. Al igual que el impresionismo, el expresionismo, el puntillismo o el fauvismo…, todas las escuelas fueron lo mismo: normas. Y era justo eso lo que yo quería superar.
Hizo figuración en época conceptual.
Quería pintar lo que no decimos. La pintura es una toma de conciencia. Hace consciente el inconsciente. Si algo en alguna le toca a usted cuando la ve, es que nuestros inconscientes se han relacionado. Eso es mágico.
Empezó a ganarse la vida con escenografías para su compañero de internado Jean-Michel Ribes.
Pagaba poco. Tenía que trabajar de recadero para la tienda de muebles de mi padre. Durante ese tiempo no fui ni artista ni loco. Viví en una pesadilla.
De ahí pasó a decorar Le Palace, la discoteca más famosa del París de los ochenta.
Fabrice Emaer, su dueño, fue una persona extraordinaria. Me dio la oportunidad de mi vida.
Un tipo como usted, que necesita estar tranquilo y evitar pasiones, se mete a trabajar en una discoteca.
Parece un chiste. Trabajaba cuando se cerraba la discoteca y sabía que no podía ni beber alcohol ni tomar drogas. Les tenía terror.
¿Nunca ha buscado otra huida de sus fantasmas que la pintura?
Más que una huida, la pintura me ha protegido. Desde pequeño, cuando me gané el respeto de mis compañeros.
El galerista Leo Castelli le dio a su obra un reconocimiento que el Pompidou le negaba.
Hice una primera exposición en Nueva York. Y el director del Pompidou fue a verla para decir que yo no representaba el arte francés.
Parece una revancha que regrese ahora, 40 años después.
¡Sí! Otra paradoja. La crítica fue demoledora. Pero Castelli dijo: “Veremos dentro de 15 años”.
Castelli multiplicó su precio por 10.
Gracias a él compramos nuestra casa en Normandía, y Elizabeth pudo dejar su trabajo en la tienda de zapatos de sus padres y dedicarse a lo suyo: el diseño.
Castelli le pidió que produjera más.
Pero no sé hacerlo. El único lujo que el artista necesita es el tiempo.
¿Cómo consiguió mantenerse fuera de la maquinaria de producción del arte actual?
Amo la pintura. No habría podido ser jamás un artista conceptual. Yo busco y me busco en Tintoretto, en De Chirico y en el pensamiento de Roland Barthes, que me abrió los ojos a confiar en lo que no se puede contar. Un loco no es alguien que haya perdido la cabeza. Es alguien que lo ha perdido todo menos la cabeza. Lo dijo Chesterton, un escritor, no un psicoanalista. Y yo lo he vivido. Cuando deliras, todo cuadra. Los razonamientos parecen inequívocos. Y, en cambio, estás completamente fuera de cualquier razón.
El estudio le ha salvado.
Y la duda. Por el conocimiento, uno llega a la libertad.
Asegura haber lavado su cerebro con la Divina Comedia.
Hay oscuridad, suplicios y metáforas. También en Don Quijote, que escondía las verdades profundas detrás de la sinrazón y el humor. Para muchos especialistas en historia hebrea es evidente que Don Quijote fue un marrano, un judío obligado a convertirse al cristianismo y a practicar su religión de manera oculta. El judaísmo, al contrario que el catolicismo, no llega nunca a verdades definitivas. Es la discusión lo que abre la mente, lo que nos permite crecer. La Biblia no busca evangelizar, busca hacer dudar a los hombres.
Ha ido trazando su camino gracias al estudio y a enfrentarse con sus miedos con la decisión de nunca buscar una verdad absoluta.
Las personas que creen estar en posesión de la verdad sufren la ira de los dioses. Piense en los fascistas: creen tener razón. Han desterrado la más mínima duda, y la inteligencia, sin la duda, no se pude desarrollar.
¿Se convirtió al judaísmo para compensar el expolio que había perpetrado su padre?
No. Es cierto que me pesa como una losa. Y a la vez me importa un bledo porque al asumirlo le quité importancia. Pero lo que me decidió fue que cuando consulté al rabino sobre mi conversión, me dijo que con mis hijos ya crecidos era tarde, que podía ser una decisión íntima. ¿Se imagina? ¿Una conversión íntima, sin sacramentos? Esa libertad me chocó. Quise estar cerca de algo que te permite ser tan libre. Pasó tiempo y nuestro hijo Oliver y su pareja, Noemí —que es judía—, decidieron circuncidar a su hijo. Me preguntó si conocía a algún rabino y le presenté a Delphine Horvilleur. La había conocido porque cuando apareció El intranquilo me telefoneó. Ella explicó el protocolo y yo decidí convertirme al judaísmo con mi nieto. Soy judío por mi nieto.
Estudio, generosidad y trabajo.
Esas son las claves del judaísmo. La Torá es el estudio; avodá, el trabajo, y tzedaká, la generosidad, lo que salva de la muerte. Para el Talmud son los tres pilares sobre los que se fundó el mundo. Tres pies para que la existencia sea estable. Y, claro, deben ser los tres igual de largos.
En la Edad Media, incluso los judíos más pobres debían enseñar a leer a sus hijos.
Compárelo con el resto del mundo. Los que sabían leer podían acceder al conocimiento y, a través de él, a la libertad o la riqueza. En el mundo antiguo solo sabían leer el clero, los aristócratas y los judíos. La mejor herencia es el conocimiento.
¿El intranquilo le ha convertido en un hombre tranquilo?
En un hombre que tiene que esforzarse por estar tranquilo. Lo que me da la tranquilidad es haberme aceptado. No me he librado de quien he sido. No estamos aquí para ganar ni competiciones ni dinero. En esa carrera se escapa la vida. Hemos venido para ganarnos. No se trata de dominar el mundo, sino de dominarse uno mismo. Si eres fuerte, puedes gobernar un país. Si eres más fuerte, puedes gobernar a tu familia. Y si eres verdaderamente fuerte, logras gobernarte a ti mismo.
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