Para muchos, la situación comenzó con la cancelación de una cita con el médico, la renuncia a comprar ropa para sus hijos o a visitar a sus familiares por el coste del transporte. Todo para pagar las facturas más urgentes. Rápidamente, se vieron obligados a recortar gastos en alimentación, a reducir su calidad, cantidad, hasta llegar a saltarse una que otra comida. Y, aunque trabajen y reciban un salario, hoy se encuentran haciendo cola en los bancos de alimentos para dar de comer a sus hijos.
En todo el planeta, las familias están perdiendo la batalla a la inflación. Una vez que se agotan sus mecanismos de resiliencia y no se pueden cortar ningún gasto más, lo que queda son sentimientos de angustia y falta de control. Ya no tienen voz en las decisiones que afectan sus vidas, se ven obligados a depender de otros, lo que supone una pérdida de dignidad. De hecho, una violación de sus derechos humanos.
Entre las primeras víctimas de la crisis del coste de vida están, como siempre, los más vulnerables y desaventajados: los niños, las mujeres, los mayores, las personas con discapacidad, las minorías y los migrantes. En Inglaterra, por ejemplo, 2,2 millones de personas más se vieron obligadas este año a sacrificar gastos esenciales para su bienestar. En total, son 23,5 millones de británicos en esta situación. La New Economics Foundation calcula que el aumento de los precios recae 9 veces más sobre los más pobres que sobre el 5% más rico, en proporción a sus ingresos. En EE UU, mientras el 38% de los hogares blancos afirman tener graves problemas económicos, entre las familias latinas la proporción se eleva al 48%, al 55% en el caso de sus homólogos afroamericanos, y alcanza un máximo del 63% entre los nativos americanos.
Las mujeres, especialmente en las familias monoparentales, son las primeras afectadas por el aumento de los precios, fenómeno que el Instituto de Investigación de Políticas para la Mujer de EE UU denomina “she-flation”. Y el impacto en los niños es devastador: un informe reciente de Unicef y el Banco Mundial calcula que, en todo el mundo, tres cuartas partes de los hogares con niños han experimentado una caída de sus ingresos desde el comienzo de la pandemia. En uno de cada cuatro hogares, los adultos han estado sin comer durante uno o más días para intentar alimentar a sus hijos.
Son obviamente los países en desarrollo los que están aún más expuestos. A causa de los efectos de la pandemia, el aumento de los tipos de interés de sus deudas y de la volatilidad del capital, la situación de estos países es aún más preocupante. En África subsahariana, al menos el 12% de la población sufre actualmente inseguridad alimentaria aguda, esto es, cuando la falta de acceso a una alimentación adecuada pone la vida de una persona en peligro inmediato. Incluso en Brasil, que estaba fuera del mapa del hambre de la ONU desde 2014, hay 33 millones de personas que no tienen cómo alimentarse.
Seamos claros, la potencial recuperación económica, no será suficiente. Asimismo, los programas de austeridad, que ya se están aplicando en varios países, solo empeorarán la situación. Reducirán los recursos a los servicios públicos ya muy frágiles, lo que impactará desproporcionadamente en las mujeres, que llenarán el vacío con trabajo de cuidado no remunerado. Recortar servicios públicos o programas de protección social, es renunciar a las herramientas más eficaces que tienen los países para luchar contra la pobreza y la desigualdad. Del mismo modo, si los gobiernos persisten en tratar de reponer sus arcas recurriendo a los impuestos al consumo, como el IVA, una vez más se hará a costa de los más pobres, sobre quienes este impuesto pesa proporcionalmente más.
Una solución que no afecte a los más vulnerables
La austeridad no es inevitable. Los Estados tienen la posibilidad de aumentar su espacio fiscal gravando más a las empresas y a los superricos. Si las multinacionales del sector energético han registrado beneficios récord —Shell registró más de 20.000 millones de dólares en un semestre y un total de 29.000 millones; BP, 16.000 millones, cifras nunca vistas—, solo se lo debe a su posición abusiva, a la situación política, y en particular a la guerra de Ucrania, y no a un aumento en productividad. Por eso, es urgente establecer impuestos sobre las superganancias, como recomendó el secretario general de la ONU, António Guterres, y muchos países, sobre todo en Europa, ya han empezado a hacerlo.
No basta con centrarse en el sector energético, como explica la ICRICT, la Comisión Independiente para la Reforma de la Fiscalidad Corporativa Internacional, de la cual soy miembro, junto con personalidades como Joseph Stiglitz, Jayati Ghosh y Thomas Piketty. Las empresas farmacéuticas han visto cómo se dispararon sus beneficios gracias a la pandemia, a pesar de que las vacunas se desarrollaron gracias a las subvenciones públicas. El sector alimentario, en el que son frecuentes los oligopolios, también se ha beneficiado de la situación actual. Es gracias a la especulación en los mercados de productos alimentarios básicos, como el trigo, que otro sector, el financiero, está obteniendo beneficios sin precedentes. Y no hablemos de las empresas digitales, grandes ganadoras de la pandemia y campeonas de las estrategias de elusión fiscal.
Las multinacionales no son entidades fantasmas. Cuando sus ganancias se disparan, son sus principales accionistas los que se benefician, aunque lo hagan discretamente. Tomemos el ejemplo de Cargill, que controla, junto con otras tres empresas, el 70% del mercado mundial de alimentos. La empresa obtuvo más de 5.000 millones de dólares de beneficios el año pasado, el más alto de sus 156 años de historia, y se espera que sea aún más alto este año.
Gracias a esta ganancia inesperada, la familia Cargill tiene ahora 12 multimillonarios. Antes de la pandemia solo contaba con 8. Como ellos, en los dos primeros años de la pandemia surgieron 573 nuevos multimillonarios, es decir, uno cada 30 horas, según los cálculos de Oxfam. La riqueza total de los más pudientes equivale ahora al 13,9% del PIB mundial, tres veces más que en el año 2000, y los 10 hombres más ricos del mundo tienen más riqueza que el 40% más pobre de la humanidad, es decir, 3.100 millones de personas.
La conmemoración este 10 de diciembre del Día Internacional de los Derechos Humanos nos recuerda que las pandemias, las guerras y las recesiones, por terribles y dolorosas que sean, no eximen a los Estados de cumplir sus compromisos en materia de derechos humanos, ni les permiten dar prioridad a otras cuestiones. Al contrario, es en medio de las crisis que el compromiso con los derechos humanos cobra más sentido. Es a través de la protección social y los servicios públicos, que el Estado consigue proteger los medios de vida de los más desaventajados, y cumplir con sus obligaciones en materia de derechos económicos, sociales y culturales. Esta es también la única manera de dar sentido a la democracia a los ojos de los ciudadanos.
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