Cuando el tiempo es moderadamente agradable, las salidas de las carreras suelen ser una burbuja, pero no esas en las que se encierran los futbolistas, por poner un ejemplo extremo, hechas de cristal blindado. Entre bicicletas, desde que Armstrong desapareció del mapa, se relajaron las malas costumbres, se cubrieron las trincheras, se retiraron las barricadas, buscaron otro trabajo los guardaespaldas, y los ciclistas regresaron a los buenos hábitos de sonreír y hacerse fotos con los aficionados. Cuando se bajan del autobús, que esa es otra, porque los asientos son mullidos y hace calorcito, que en Vitoria el termómetro no subía de los diez grados. Sólo la pandemia hizo regresar algunas precauciones.
Allí pasa desapercibido cualquiera, desde Iñaki Urdangarin, que pasea junto a su madre, hasta Jonas Vingegaard, el ganador del Tour, claro que enseguida le descubre Juan Mari Guajardo, el vocero de la Itzulia, que se lo sabe todo de los corredores, hasta el perfume que usan, y más de los campeones, a los que saca del anonimato con media docena de datos que procesa en el ordenador que tiene en la cabeza.
Nadie agobia al danés, que también sonríe tímido cuando circula sobre su Cervelo camino de la línea de salida; un par de selfies y poco más. Peor cara lleva Pello Bilbao, enfermo, que enseguida pierde el pulso, pero lo recupera para llegar a Labastida, tierra de vinos, refugiado en el pelotón, que mañana será otro día.
Sale la carrera, no llueve, que ya es algo, se forma la escapada sin esperanzas de cada carrera, la de robar minutos a la televisión, y Vingegaard circula tranquilo, o no tanto, que en Laguardia se mete en el acelerón, con Luis Felipe Martínez, para ganar segundos de bonificación. Pero sí, está calmada la fiera danesa. Como Gaudu, como Carapaz, como el resto. Y entre ellos un británico de la factoría Ineos, Ethan Hayter, subcampeón olímpico de pista, al que le conduce durante más de cien kilómetros, un ganador del Tour, Egan Bernal, al que el ciclismo parece haber olvidado solo tres años después de vestirse de amarillo en París.
“Es un honor para mí”, confiesa Hayter, mientras Egan intenta volver a ser ciclista después del accidente que le hizo pedazos, engullido por la vorágine de los monstruos que llegan del centro y el norte de Europa, los Pogacar, Van der Poel, Roglic, Evenepoel, Van Aert o Vingegaard, que lo devoran todo, que se comen el calendario ciclista a bocados y arrancan páginas de la historia en cada carrera.
Y Hayter agradece el trabajo humilde de un habitante del Olimpo ciclista, y se coloca para la llegada y poderle dar las gracias con un triunfo. Le conduce Omar Fraile, hasta que se aparta con las piernas doloridas, pero con el reflejo de levantar los brazos al ver que nadie le puede quitar el triunfo a su compañero, que es el primer líder de la Itzulia.
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