A Constantino Pons le gustaba hacer la paella con la madera de las sillas de enea que se habían roto esa semana. Este hombre y su mujer, Lola Miguel, vivieron en Mestalla, bajo uno de los graderíos, entre 1939 y 1971. El matrimonio tuvo dos hijos, Luis y Lola, que crecieron allí, en una zona de València donde todo eran huertos que bebían de la gran acequia de Mestalla, que da nombre al estadio que este 20 de mayo cumple 100 años.
Lola, que tiene 86 años, aún vive. Uno de sus dos hijos, el nieto de aquellos caseros de Mestalla, es José Manuel Manglano, que tiene 57 años. El dueño de una famosa charcutería es heredero de la única familia que ha habitado en el estadio más antiguo de la Liga. Cuando tenía seis años, su abuelo se jubiló, pero fue tiempo suficiente para dejar huella. “Mis padres tenían una viña en la zona de Torrent y durante años asocié ese olor a higos a aquel lugar. Pero no hace mucho, cuando estuvimos cosiendo la vida de mi familia con los recuerdos que quedaban, me di cuenta de que ese olor, en realidad, era de Mestalla. Porque al lado de la caseta de mis abuelos, mi tío y mi madre, donde comíamos, resulta que había una higuera”.
Manglano relata que durante la Guerra Civil, entre 1936 y 1939, Mestalla llegó a funcionar como campo de concentración. Al acabar la contienda, con el estadio muy dañado, el presidente de la Federación Valenciana de Fútbol, Antonio Cotanda, le propuso a Constantino emplearlo porque necesitaban un albañil y alguien que cuidara del terreno. “Le ofrecieron vivienda a cambio de un trabajo sin sueldo. Alrededor era todo huerta, así que mi iaio se dedicó a cultivar de todo. En esa casa no se pasó hambre”.
A cambio, aquel hombre anegaba el campo con el agua de la acequia y luego la repartía lo mejor que podía. “Así estaba, hecho un patatal”, bromea su nieto. Constantino era mucho más hábil pintando las líneas del campo. Iba a una de las montañas de cal que tenían al lado de casa, llenaba una regadera y, a ojo, iba haciendo las rayas con mucha maña.
Cuando los arquitectos valencianos Manuel y Salvador Pascual reconstruyeron y ampliaron el estadio, la casa de la familia Pons Miguel quedó encajonada en la tribuna. “La vivienda acababa en buhardilla porque era el final de la grada”. Allí, después de cada partido, que se jugaban los sábados y por la mañana, porque no había luz eléctrica, llegaba la ropa de la Delantera Eléctrica: Epi, Amadeo, Mundo, Asensi y Gorostiza. La madre era la encargada de lavar la equipación de los jugadores del Valencia y su hija, Lola Pons, la ayudaba en la tarea de descoser el escudo, uno por uno, y volverlo a coser cuando las camisetas estaban limpias.
Un atleta olímpico de conserje
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Antonio Campos vivía de niño en Pedralba, pero siempre que podía se escapaba con sus abuelos a Valencia. Le gustaba la ciudad. Un día, el abuelo, al ver la afición de su nieto por el fútbol, le acompañó hasta el campo de fútbol del Valencia. Al llegar allí, fue a la puerta y el conserje le paró los pies. Aquel hombre, un tal Constantino Pons, lo saludó y le explicó que no podía pasar. Pero el niño, que estaba muy ilusionado, se lo suplicó. Constantino se quedó pensativo y al final hizo un trato con Antonio: “Chaval, vete al bar de enfrente, la Taberna Deportiva, y déjale pagado al señor Tomás un quinto de cerveza. Si lo haces, te dejaré entrar”. Antonio salió disparado, pagó la cerveza y volvió para conocer Mestalla por dentro.
Aquel chiquillo acabó fichando como atleta por el Valencia. Campos, como el resto de deportistas de las otras secciones del club, entrenaba muchos días bajo el graderío de Mestalla. Aunque él, como era corredor de fondo -logró un diploma olímpico en los Juegos de Montreal 76 en la prueba de 3000 m obstáculos-, a veces se ponía a dar vueltas al campo mientras entrenaban los jugadores del Valencia. Así entabló amistad con muchos futbolistas y uno de los mejores, el neerlandés Johnny Rep, comenzó a acompañar a Campos cuando éste iba a correr al Saler.
Los deportistas del club tenían un pase de Tribuna para ver los partidos del Valencia. “Hasta 1994, que llegó Paco Roig y se cargó las secciones deportivas”. La vida, a cambio, le tenía reservado un guiño: Antonio Campos acabó ocupando el puesto que, en su día, desempeñó Constantino Pons. “Estuve de conserje entre 1997 y 2015, cuando me prejubilé. Mestalla es mi segunda casa. Entré en diciembre de 1966, cuando firmé como atleta, y me fui del club el 12 de junio de 2015. Casi cincuenta años”.
Mestalla es un estribillo
A José Carlos Fernández, el estadio centenario le pone poético. “Mestalla es el estribillo de nuestras vidas. La infancia transcurre y vas a Mestalla. La juventud transcurre y vas a Mestalla. La madurez transcurre y sigues yendo a Mestalla”. No exagera. Este aficionado tiene cincuenta años y en enero cumplirá cuarenta como socio. Son más de mil partidos y, asegura, no cree que se haya perdido más de diez en todos esos años. “Mi amigos venían y me decían: ‘José Carlos, nos casamos el 28 de marzo. Ya imaginamos que no vendrás, que juega el Valencia”.
Este aficionado, sin perder el tono poético, dice que estaba predestinado porque desde el patio de su colegio, el Primer Marqués del Turia, se podía ver un pedazo del Fondo Sur de Mestalla. “Ahí empezó el hechizo”, asegura. Porque, encima, vivía en Benimaclet y a la vuelta jugaba con otros niños en las aceras del estadio. “A veces nos metíamos en la sede social, que estaba en la fachada que daba a la avenida de Aragón, y los empleados, muy cariñosos, nos dejaban pasar y nosotros nos quedábamos extasiados viendo los trofeos y las banderas”.
En cuanto pudo, se sacó el pase infantil y comenzó a ir a la General de Pie. Cuando el Valencia bajó a Segunda, en 1986, se compró una libreta y comenzó a anotar la alineación y los goles. “Nunca dejé de hacerlo. Ya llevo más de mil partidos. Ahora la hojeas y vas viendo cómo va cambiándome la letra…”.
El día que nació su primogénito, pasadas tres horas y media, el padre fue y le hizo socio. Rober ya tiene 14 años y aunque la adolescencia empieza a tentarle por otros caminos, mantiene la afición y una curiosa costumbre: cada año compra una camiseta del Valencia y guarda la anterior.
Su padre no ha flaqueado. Con los dedos de las dos manos puede contar sus fallos. Un par de ellos vinieron con su boda. El día que volvían de Italia, de pasar la luna de miel, cuando el avión estaba sobrevolando la ciudad, Juan Carlos se asomó a la ventanilla y, de repente, vio un punto de luz allá abajo. Era Mestalla iluminado en uno de esos escasos partidos que se ha perdido.
A este hincha incorruptible le angustia la amenaza del nuevo estadio. “Ojalá no lo veamos nunca. Cuando se presentó en 2006, mientras la gente lo celebraba, a mí se me partía el alma. Destruir Mestalla sería como un genocidio sentimental para un pueblo entero de valencianistas”. En Mestalla comenzó a ir al fútbol con los amigos. Cada década cambiaba de amigos. Uno de ellos se convirtió en el padrino de Rober. Aquel aficionado, Andrés, murió en 2010 por culpa de un cáncer. Días después, Juan Carlos fue a visitar a su madre. La mujer le entregó el pase de su hijo y le dijo: “Él quería que fuera para Rober”. A su hjia, Aitana, Juan Carlos no pudo fidelizarla. La niña dice que hay mucho ruido en el campo. Pero fue ella la que le hizo esta vez un regalo a su padre: la niña nació un 20 de mayo, el mismo día del aniversario de Mestalla.