De nada sirvieron las causas judiciales en su contra ni la aversión compartida por quienes se unieron contra él hace apenas 18 meses. Benjamín Netanyahu repite por sexta vez como jefe de un Gobierno del que lo más suave que cabe decir es que será el más derechista de la historia de Israel. En su seno, preñado desde su arranque de una desconfianza manifiesta, tratarán de convivir representantes de seis partidos que, también hay que asumirlo, reflejan fielmente el tono de un colegio electoral crecientemente escorado hacia posiciones no solo derechistas, sino también machistas y racistas. Pero Netanyahu, en otra muestra de su capacidad táctica, ya se apresura a contrarrestar esas críticas, presentándose como el paladín de la moderación para impedir los posibles desmanes de sus socios y mantener el rumbo dentro de los parámetros de la democracia.
A la espera de que las proclamas electorales se traduzcan en decisiones de gobierno, podemos ya vislumbrar cuáles son las prioridades de un Gabinete en el que Bezalel Smotrich, líder del ultraderechista Sionismo Religioso, figura como ministro de Economía (camino de la cartera de Interior dentro de dos años) e Itamar ben Gvir, líder del igualmente extremista Poder Judío, ocupa la cartera de Seguridad Nacional. Tras apresurarse primero en reforzar su blindaje de impunidad ante la justicia, lo que se adivina en el horizonte inmediato apunta en dos direcciones que pueden resultar contrapuestas: la anexión de Cisjordania y la normalización de relaciones con Arabia Saudí.
De la primera es buena muestra la decisión de traspasar la gestión de Cisjordania al nuevo Ministerio de Seguridad Nacional, en lugar de la Administración Civil (organismo dependiente del Ministerio de Defensa). Eso supone que, en la práctica, deja de considerarse un territorio ocupado, dando un paso más en su anexión definitiva, sin necesidad de declararla formalmente. De ese modo, al menos la llamada Zona C (un 60% de sus limitados 5.600 kilómetros cuadrados) pasa a ser considerado territorio israelí, continuando la senda abierta tras la primera guerra de 1948. Se pone fin, así, a la más mínima esperanza de que los palestinos puedan contar con un Estado viable, en la medida en que imposibilita su continuidad territorial.
En cuanto a la segunda, Netanyahu pretende seguir avanzando en la vía que le abrió Donald Trump con los Acuerdos de Abraham, buscando el reconocimiento de los países árabes, con Arabia Saudí como objetivo principal. Dado su papel de liderazgo del islam suní y su riqueza petrolífera, la normalización de relaciones con Riad sería un activo muy relevante para Israel, tanto en términos de seguridad como de negocio. Y con ese objetivo se vislumbra ya una propuesta envenenada a Mohamed Bin Salmán (MBS): la no anexión final de Cisjordania a cambio de la normalización de relaciones.
De ese modo, convencido de su genialidad, Netanyahu cree que podrá controlar a sus propios extremistas, convenciéndoles de que Riad bien vale una anexión que, en todo caso, no es ahora necesaria. Considera, igualmente, que es una oferta irresistible para un MBS que podría así presentarse como un héroe que se sacrifica para defender a los palestinos. Pero, salvo que MBS caiga en la trampa por afán personalista, es elemental entender que un paso de esas dimensiones no le garantiza que Israel no siga adelante en su pretensión de eliminar el sueño político palestino, al tiempo que supondría un enorme riesgo para sus pretensiones de alcanzar el trono, dadas las discrepancias internas que genera su figura en palacio. Lo que parece más claro es que ninguno de los dos se va a inquietar en exceso por el previsible rebrote de violencia palestina que generaría la anexión o por la condena internacional.
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