El hogar de Jane Smiley (Los Ángeles, 1949), del que se atisba una parcela a través de la pantalla del ordenador, es una gran morada aislada en lo alto de una colina en Carmel Valley, comunidad residencial al noroeste de San Diego, aunque ella mantenga a sus vecinos a distancia prudencial. “No es un rancho”, puntualiza, aunque en él habiten también varios caballos, animal que la escritora estadounidense adora desde niña, cuando su primer corcel falleció en un accidente de caza, un trauma del que todavía parece recuperarse. A sus 73 años, sigue montando casi a diario.
De pelo largo y cano, y vistiendo un jersey de gruesa lana blanca, Smiley tiene algo de una vaquera de película, una Calamity Jane en versión realista que reside en este paisaje de wéstern clásico con su cuarto marido, con el que lleva más de 20 años. “En otro tiempo, aquí solo vivían cowboys. Solían llevar el ganado por el camino que lleva a mi casa”, relata. A pocas millas, las Hermanas Carmelitas de Misericordia establecieron un monasterio y una granja lechera en 1905, lo que dio nombre al lugar. Aunque hoy sea más conocido por dar asilo a famosos de Hollywood que escogen Carmel para retirarse. “A veces te encuentras con alguno por ahí. Una vez, mi marido se encontró a Clint Eastwood en la caja de un supermercado Whole Foods”, dice sobre el actor y director, que fue alcalde del lugar en los ochenta. Doris Day murió a la vuelta de la esquina, rodeada de sus animales. También Betty White, la inefable Rose de Las chicas de oro. Y James Ellroy tuvo residencia en Carmel durante varios años. “Alguna vez me lo crucé, pero luego se separó y se marchó de aquí”, relata Smiley.
En un rincón de su casa, Smiley tiene una foto colgada de su último viaje a Madrid, en 2011. Se la ve tomando un mojito en un bar del centro de la ciudad, con las protestas del 15-M como telón de fondo. “No lo entendí del todo, pero me pareció muy bonito. Sentí simpatía por esos jóvenes”, afirma la autora, recordando sus años de juventud en una comuna marxista de Connecticut, en la que fue alistada por su primer novio, que estudiaba en Yale (ella fue a Vassar, una de las Seven Sisters, las siete prestigiosas universidades de liberal arts para chicas). Smiley pregunta qué tiempo hace en España y lo convierte a grados Fahrenheit: esta semana pasará por Madrid y Barcelona para presentar Heredarás la tierra, su obra cumbre, descatalogada desde hace años en castellano, que Sexto Piso reedita ahora con una nueva traducción de Inga Pellisa. Con ella ganó el Premio Pulitzer en 1992, lo que la convirtió en una autora imprescindible. “En realidad, no cambió tanto mi vida. Entonces vivía en Iowa y a nadie le importaban mucho estas cosas. Pero me permitió escribir de lo que me apeteciera sin que a mis editores les importara”, dice. Eso explica, sin lugar a dudas, la admirable diversidad de su bibliografía, en la que caben una ambiciosa saga de vikingos (Los groenlandeses) y un puñado de lúcidos y agridulces retratos familiares (La edad del desconsuelo, La mejor voluntad y Un amor cualquiera, todos recuperados por Sexto Piso), una comedia universitaria, un romance a la antigua, varios libros para adolescentes, una biografía del inventor de la computadora y hasta una fábula protagonizada por animales. “De pequeña me encantaba leer la Enciclopedia, iba pasando de un tema a otro guiada por mi curiosidad. Con mis libros me ha pasado lo mismo”, confirma.
“Me molestaba que, en la obra de Shakespeare, las hijas de Lear no hablaran. Les quise dar la palabra”
Smiley quiso convertirse en jinete, en modelo —tenía la altura necesaria, porque roza el metro noventa, pero le dijeron que tenía “las caderas estrechas”— y luego en física nuclear. Terminó respondiendo a los deseos de su madre, periodista de moda y escritora ocasional, que quiso hacer de ella una intelectual. “Era una mujer muy sofisticada. Yo soy como mis abuelos: más bien terrenal”, afirma. Aparecen varias veces en el relato familiar que Smiley narra durante la conversación. Fueron esforzados cuentacuentos, aficionados a relatar trepidantes historias de sobremesa que, observadas a cierta distancia, parecen parcialmente ficticias; de ellos procede, según confiesa la autora, su gusto por la literatura. Descendientes de noruegos asentados en Minnesota, tuvieron una vida tirando a pintoresca. Está aquella noche en la que sobrevivieron a una tormenta enterrándose en la nieve hasta que pasó el vendaval. Y también aquel día en que su tío perdió el rancho familiar en Idaho jugando al póquer, lo que condenó a sus abuelos a irse a trabajar a la fábrica.
El libro más celebrado de la autora, elogiada sin cesar por nombres como John Updike o Jonathan Franzen y reivindicada desde hace años por nuevas generaciones de lectores, es una inspección crítica con los mitos estadounidenses. Está ambientado en una granja con un terreno de un millar de acres, en la que Smiley escenifica una agria disputa familiar entre tres hermanas durante la que saldrá a la luz un caso de incesto por parte del patriarca, el terrible Larry. En Heredarás la tierra, todas las leyendas estadounidenses se revelan falsas, además de nocivas. El barro primigenio que se supone que pisaron los ancestros de la familia Cook en el siglo XIX es, en realidad, una obra de ingeniería relativamente reciente, que les permitió convertir un cenagal inhabitable en una tierra fértil. Aunque el agua nunca deje de amenazar con alzarse, inundar otra vez la tierra y empantanar sus vidas.
“Los novelistas tenemos una misión política. Debes decidir si quieres escribir algo útil o denigrante”
De entrada, el éxito del libro parecía improbable. Por hablar de agricultura, pesticidas y canales de drenaje, pero también por su dura imagen de la familia estadounidense, tal vez el mito más falso de todos. Smiley viene a decir que algo está podrido en el corazón de América. “Tenía un viejo sueño: reinterpretar El rey Lear, de Shakespeare. Me molestaba que, en la obra, las hijas del monarca casi no hablen, mientras que él nunca cierra el pico. Les quise dar la palabra”, confía Smiley. “Conduciendo por Iowa, donde viví varias décadas trabajando como profesora en la universidad estatal, bajé la ventanilla del coche y descubrí los campos que describo al comienzo del libro”. La autora convirtió a Lear en Larry, mientras que sus hijas, Gonerilda, Regania y Cordelia, recibieron nombres más factibles en el Medio Oeste: Ginny, Rose y Caroline. Leído hoy, sorprende su modernidad al denunciar los peligros de la agricultura intensiva, o al describir con crudeza el cáncer que corroe a una de sus protagonistas, o las secuelas psicológicas de la guerra de Vietnam, o el desconcierto de una generación que ya no iba a poder vivir el sueño americano con el mismo grado de credulidad que sus antepasados. “En realidad, nunca me consideré una escritora avanzada a mi tiempo. Eran los demás los que iban con retraso”.
Pero la mayor transgresión del libro fue convertir a Lear en un padre incestuoso. “Siempre me pareció que había algo extraño en la relación con sus hijas mayores. En especial, Regania, que es muy hostil con su padre. Al ponerme a investigar, leí que, según algunas fuentes académicas, la obra incluía una insinuación de incesto. Empecé a preguntar a mi alrededor si alguien conocía a alguien que lo hubiera sufrido. No tuve que ir más lejos: para mi sorpresa, había unos cuantos”. El carácter alegórico que tenía la novela se vio completado por otro casi político. En el silencio de esa finca idílica se producirán hechos abominables. “Por supuesto, todos los novelistas tenemos una misión política. Cada novela contiene una visión del mundo, incluso cuando es de ciencia ficción. Políticamente, cada autor tiene que decidir si quiere escribir un libro útil o denigrante”, responde Smiley. Su primer modelo, dice, fue Dickens. “Los políticos de su época respondieron a las situaciones de pobreza e injusticia que había en sus libros. Empecé a escribir con la misma voluntad, aunque a mí me han hecho menos caso”.
“Cuando te dedicas a esto, tu trabajo consiste en ir a las casas ajenas y escuchar detrás de la puerta”
Tras ganar el Pulitzer, Hollywood rodó una adaptación del libro, que protagonizaron Michelle Pfeiffer, Jessica Lange y Jennifer Jason Leigh. “Me gustó, pero siempre lamenté una cosa. ¿Sabe que le ofrecieron el papel de Larry a Paul Newman? Lo rechazó, y siempre me ha dado pena. Supongo que un padre incestuoso no era su tipo de papel”, ironiza Smiley. Acabó en manos de Jason Robards, un gran actor que tal vez no supo imprimir suficiente ambigüedad en el personaje, prefiriendo hacer de él un villano de manual. Newman hubiera sido, cree Smiley, una elección perfecta: uno de los hombres más bellos de la historia del cine en el papel de un tirano manchado por los abusos sexuales a sus hijas. Hubiera reproducido el doble fondo del libro, donde el paisaje descrito por Smiley, esa tierra fértil y hermosa en la superficie, esconde un interior putrefacto. La metáfora perfecta para describir esta nación joven que, pese a su intención de volver a empezar de cero, reprodujo los errores de la vieja Europa de los que ya hablaba Shakespeare en el original.
Heredarás la tierra también se adelantó a su tiempo al retratar, a través del personaje del patriarca, la agonía de una masculinidad a la antigua, la autoridad incontestable de un varón blanco y poderoso que se cree con derecho a todo. En los Estados Unidos de Donald Trump y Harvey Weinstein puede parecer un cliché, pero no lo era en los primeros noventa. “Cuando escribía el libro me costó mucho simpatizar con Larry por todas las cosas que hizo. Ahora, con el tiempo, lo veo como un anciano con demencia, que no entiende qué está sucediendo, que los tiempos están cambiando”, responde. Aunque lo que más le costó fue prescindir de un final feliz. “Sabía que tenía que ir hasta el final, la historia lo exigía. No nací en una familia como los Cook y no soy ese tipo de persona, así que iba contra mi naturaleza. Incluso en Los groenlandeses, donde describo el final de una civilización, no pude evitar dos frases un poco más bonitas en el final. En este no era posible”. Y, aun así, el libro contiene un resquicio de esperanza. Alérgicos al spoiler, cierren los ojos: su protagonista lo ha perdido casi todo, pero también se ha liberado del peso de su historia familiar. Y tiene a su cargo a dos mujeres jóvenes que tal vez encarnen un futuro un poco mejor. “Me alegro de que lo vea así. No quise que fuera un libro absolutamente nihilista, porque yo misma no lo soy. Hay en la novela, pese a todo lo que cuenta, una luz tenue de esperanza”, dice.
Hay tres hermanas en el libro y Smiley se reconoce en Ginny, la mayor. “Es la que aspira a comportarse como una buena chica. No siempre lo consigue, pero intenta aprender de sus malas experiencias”, afirma. “Como no tuve una infancia como la de Ginny, me inspiré en otras familias. Cuando te dedicas a esto, tu trabajo consiste en ir a las casas ajenas y escuchar detrás de la puerta. Y entonces vuelves a tu casa y te pones a escribir”. Para entender la educación que Larry dio a sus hijas, se inspiró en los manuales de Luther Emmett Holt, pediatra partidario de la mano dura (y de la eugenesia) que alcanzó una gran popularidad en los años treinta y cuarenta. “A mí nunca me pegaron. Una sola vez mi abuela quiso zurrarme con una rama y la acabó tirando antes de que llegara a mi trasero, porque no se atrevía a hacer algo así. Pero tengo muchos amigos que fueron víctimas de violencia en sus familias. Sus padres creían que debían hacerlo así”.
“Leer me enseñó sobre la crueldad humana, y no creo que eso sea malo. Esa es una de las funciones de la literatura”
Del rigorismo con el que crecieron los baby boomers como ella —y de la necesidad de romper con ese modelo e inventar otro— surge esta novela, que se dedica a desmontar con esmero la fe en la familia perfecta, heredada de aquellos puritanos religiosos, expulsados de Inglaterra por su extremismo, que fundaron esta insigne nación. ¿Sigue creyendo Smiley en esa sagrada institución, habiéndose casado cuatro veces? “Sí. La familia no es tóxica por definición. Cada uno de mis matrimonios ha sido divertido y me sigo llevando bien con todos mis exmaridos. El otro día invitamos a cenar a uno de ellos con su nueva esposa. Tengo tres hijos, y otros dos de mi actual marido, más los que tuvo uno de mis ex que se casó con una vecina. El resultado ha sido un grupo familiar muy extenso, del que creo que mis hijos se han beneficiado”, asegura. Una vez le preguntó a su hija si había sufrido cuando se divorció de su padre, el número tres de su historial. “Me contestó: ‘Mamá, por favor, ¿te imaginas haber seguido viviendo en esa familia con solo cuatro míseras personas durante el resto de mi vida?”. La conversación inspiró un ensayo breve titulado Divorcio: es bueno para sus hijos. “Hoy diría que creo en el matrimonio, pero también en el divorcio”. Y se parte de risa.
Sorprende que esta mujer llena de luz, que asegura haber crecido en una familia absolutamente bondadosa, se haya dedicado a inspeccionar los abusos que tienen lugar a puerta cerrada. “Son cosas que aprendí con la literatura, con los libros que devoraba de joven. La única escritora cómica a la que leí fue Jane Austen. Fue una excepción, porque solo me interesaban los cenizos”, bromea. “Leer me enseñó sobre la crueldad humana, y no creo que eso sea malo. Esa es una de las funciones de la literatura. Es preocupante que se prohíban los libros que hablan sobre nuestra crueldad. No creo que los niños deban crecer leyendo libros bonitos y dulces, porque no aprenderán nada de ellos”.
‘Heredarás la tierra’. Jane Smiley. Traducción de Inga Pellisa. Sexto Piso, 2023. 472 páginas. 24,90 euros.
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