El señor que cantó este miércoles en el WiZink Center de Madrid se largó hacia las 23.30 de la noche. Llevaba una chaqueta verde estampada, camisa negra y vaqueros. Se fue con un mutis, casi sin despedirse, dejó la sensación de que en cualquier momento iba a regresar, envuelto en el terciopelo rojo del cortinón que decoraba el escenario mientras sonaba Fiesta, la canción con la que Joan Manuel Serrat acostumbraba últimamente a despedir sus conciertos. El caballero que sonreía y bromeaba como un chavalillo travieso, se piró y adiós muy buenas. Pero Serrat, en cambio, se quedó.
El señor que a veces se hacía pasar por cantautor entonaba tonadas del Noi del Poble Sec, claro está. Pero cuando pronunciamos su nombre, Serrat, a secas, no nos solemos referir sólo a un cantante: hablamos de un complejo entramado de identidades mezcladas entre el Mediterráneo y el Pacífico, de un paradigma de la España plurinacional y de una hispanidad nacida en Cataluña, rica, diversa y abierta al mundo. Ese galimatías que paraliza a toda una clase política pero que en cambio él ha sabido resolver en cuatro acordes. También de un beso, un primer amor, una soledad resquebrajada en llanto al hurgar en los armarios y al abrir cajones. De los vericuetos de nuestra intimidad y la educación sentimental de varias generaciones, enlazadas entre el surco del tocadiscos, las cintas de casete y el mando del streaming.
Todo ese revoltijo sintieron quienes asistieron a los tres conciertos sucesivos -los días 7, 13 y 14 de este mes- que han tenido lugar en Madrid para que el señor que cantaba a Serrat se despidiera del público y este, definitivamente, se quedara. Para jugar con el tiempo, empezó por el final y acabó por el principio. Dale que dale, tema de Hijo de la luz y de la sombra (2010, su último disco compuesto al completo con poemas de Miguel Hernández en su segundo trabajo sobre el poeta) abría el concierto y Fiesta, una canción de 1970, lo cerraba. En total 22 títulos para repasar una carrera que ha quedado para la vida, para el lenguaje, para la música, para la Historia. Por eso Serrat no se ha ido, ni se ha retirado, mentira, ni se irá.
Queda en todos nosotros como resonancia de un alma colectiva. Es lo que iba sintiendo en silencio el público madrileño cuando el señor que cantaba a Serrat convocaba la infancia con Mi niñez, El carrusel del Furo, dedicada a su abuelo Manuel o la Canción de cuna, que evocó a su madre. Por no hablar del escalofrío que siguió con sus temas de amor, de la perfección volátil de Lucía a Señora, planteada como una indirecta a cada suegra que ha lanzado miradas venenosas al yerno que no veía a la altura o con esa novela en copla que es el Romance de Curro el palmo. La incluyó en uno de los discos que menos le gustan a él (Joan Manuel Serrat, 1974), pero que sólo por esa obra de arte merece la pena de arriba a abajo. Tu nombre me sabe a yerba fue de las más coreadas y Es caprichoso el azar, acompañado por Ursula Amargos, de las más sentidas.
Como no, al concierto se presentaron los poetas, Miguel Hernández lo abrió con Dale que dale, el alicantino, además, nutrió de sombra y memoria viva la noche junto a Alberto Cortez con las Nanas de la cebolla y removió las conciencias al ritmo de Para la Libertad. En ese momento, el público se fijó en las proyecciones que acompañaron la música en casi todo el concierto. Con buen gusto y sentido transgresor se dieron la mano Boticelli, Leonardo da Vinci con la Gioconda tuneada, Miguel Ángel, Banksy y Picasso, quizás para quienes van pidiendo su cancelación hasta en el parlamento, manipulando discursos de expertos en el año de su centenario, con todo el oportunismo barato que les define y sin venir a cuento.
El sentido pacífico de la existencia vino acompañado por el ecologismo al que Serrat y el señor que cantaba apelaron en el momento que llegaron Pare y Mediterráneo. Después, los dos, animaron a que el público cantara Aquellas pequeñas cosas, una obra maestra de la sencillez que entronca la máxima de Platón -lo bello es difícil- con Machado. Y precisamente al poeta sevillano lo cantó después quien pudo, porque a esas alturas muchos tenían resquebrajada la voz por el llanto. Pero ese himno a la decencia y la búsqueda que es Cantares no está compuesto para ser coreado en soledad, como si lo es Pueblo blanco, otra prueba de que Serrat no puede irse jamás porque muta permanentemente entre nosotros, bien a través de aquel paisaje de la emigración que dibujó en notas y palabras hace 50 años y el presente de la España vacía.
Llegó finalmente Fiesta, el señor se marchó, parece que a pillar un AVE para Barcelona, donde dicen que la semana próxima se despide también en cuerpo y da su último concierto el día 23. Quedó en el escenario la banda que lo ha acompañado fielmente: Ricard Miralles y ese piano con que juega y viste cada noche de manera diferente todas las canciones. Josep Mas, alias Kitflus, en los teclados, David Palau (guitarra), Úrsula Amargós (viola y voz), Vicente Climent (batería), Raimón Ferrer (contrabajo), José Miguel Pérez Sagaste (saxo y clarinete). Por supuesto, Serrat, se había quedado colándose en el cuerpo de todos los presentes como parte de nuestro organismo, para intentar con sus canciones ganar la batalla presente del bien contra el mal. ¿Dónde demonios va a irse, si no, ahora, que es cuando más lo necesitamos?
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