A pesar de tener un buen escaparate, sobre todo en la prensa escrita, los científicos tienen un alto grado de invisibilidad social y política en España. Sin embargo, existen y se mueven. De hecho lo hacen bien, con niveles de producción y calidad muy por encima de lo que se esperaría por lo que reciben. Pero en los años 70 la ciencia y los científicos parecían ausentes hasta en la prensa. Se celebraba a nuestro Nobel vivo, Severo Ochoa, que disfrutaba de su retiro en su patria natal, y se rezaba a Ramón y Cajal sin saber exactamente qué había hecho.
Quienes se dedicaban a la ciencia entonces lo hacían por vocación, sin buscar reconocimiento y con medios muy limitados. En esa época la biología estaba en medio de una revolución: se estaba forjando la genética molecular que alumbraría muchos descubrimientos sobre nuestra esencia y nuestros orígenes y sentaría las bases para la revolución tecnológica que hoy llamamos CRISPR. Una vez más, España estaba perdiendo el tren. Fue en esa época que Juan Modolell Mainou (Barcelona, 1937), científico de carrera del CSIC, tomó una decisión que desde su laboratorio en el centro de Biología Molecular Severo Ochoa le llevará a ser pionero en España y en el mundo. Modolell falleció el martes en Madrid a los 85 años de edad.
Juan obtuvo un doble doctorado en química por la Universidad Complutense de Madrid y en Bioquímica por la Ohio State University de Estados Unidos. En 1970 comienza su carrera en el CSIC, donde ya seguiría hasta su jubilación. Inicia su labor científica estudiando la síntesis de proteínas y su relación con los antibióticos, pero a finales de los 70 siente que se está apalancando intelectualmente. Le invade una necesidad de hacer algo más estimulante que pelearse con la bioquímica de las bacterias. Su inquietud le lleva a una conversación con Antonio García-Bellido, fundador de la escuela española de biología del desarrollo, quien le sugiere un problema que, a primera vista, suena a un arcano.
La mosca del vinagre, Drosophila melanogaster, es una herramienta de los genetistas. Una de sus características es estar cubierta de quetas: pelos sensoriales que decoran su cuerpo, posicionados de forma precisa y reproducible de una mosca a otra. Las preguntas son sencillas: ¿de dónde viene ese orden?, ¿dónde está codificado?, ¿cómo sabe cada una de las quetas dónde aparecer? El reto que García-Bellido le plantea a Modolell es responder a estas preguntas.
Durante muchos años los genetistas habían coleccionado moscas mutantes que eliminan quetas, añaden más o las cambian de posición, siempre de una forma precisa, controlada y reproducible. El conjunto de mutaciones está asociado con una región del cromosoma 1 de la mosca con el acrónimo Achaete-Scute Complex (AS-C). La colección de mutantes y su análisis son complejos, pero donde hay mutantes, hay genes y la conclusión de estos estudios, en los que García-Bellido había invertido mucho tiempo, es que si hay orden hay un mecanismo y la forma de encontrarlo tiene que ser a través de los genes.
La hoja de ruta está clara y tiene implicaciones más allá de las quetas. Si aprendemos cómo se colocan las quetas de la mosca, a lo mejor la respuesta nos enseña el camino para entender cómo se posicionan los brazos, los ojos, los dedos. El problema es cómo llegar a los genes. En esa época en España, la de la ciencia silenciosa, hay buena genética y buena bioquímica, pero muy poco o nada de la tecnología que se estaba fraguando en aquel momento para analizar y manipular los genes. Juan acepta el reto de García-Bellido, abandona los antibióticos, coge la maleta y se va, en la mitad de su carrera y de su vida, al laboratorio de Matt Messelson en Harvard (Estados Unidos), a aprender las nuevas técnicas que permiten hallar y detallar genes. Es importante parar y darse cuenta de lo que hace. Con una carrera resuelta y una vida tranquila, se ata la manta a la cabeza y se va al extranjero con su familia a perseguir su curiosidad. Eso es la ciencia.
A su vuelta de los EEUU, Juan trae la tecnología para manipular el ADN y con Sonsoles Campuzano, su colaboradora de tantos años, y reinventa su laboratorio con el propósito de hacer una inmersión en el ADN del misterioso AS-C. Las técnicas todavía están en desarrollo y el laboratorio de Juan participa en ello. Desde ese momento, a través de varias generaciones de estudiantes que él forma, hace una labor que no cambió mucho durante los años: estudia, descubre, educa. Su laboratorio fue el foco radial de la tecnología del ADN en España. Todo, como sabemos los que le conocimos, hecho con método, calma, elegancia, paciencia y una categoría humana excepcional.
Durante los años 80 y 90 su laboratorio fue un hervidero de actividad científica que produjo descubrimientos que hoy están en los libros de texto. Juan y su equipo resuelven el enigma de la localización de las quetas: en el ADN hay tramos que dirigen la actividad de unos pocos genes específicos a posiciones definidas en el cuerpo de la mosca. Las mutaciones que eliminan cambian la posición de las quetas, destruyen o alteran la información en estos tramos. Hoy en día secuencias similares se han encontrado en todos los genes, se llaman secuencias reguladoras y se piensa que son las dianas más comunes de las mutaciones de muchas enfermedades. Más aún, el estudio tiene un premio adicional, los genes de AS-C no sólo hacen quetas, sino que las dotan de un carácter neuronal que las permiten ejercer su función, y no solo en el adulto, sino también en el embrión. Los genes del AS-C son la llave para empezar a entender cómo se hace un sistema nervioso.
El siguiente paso fue encontrar el código, el paisaje que leen esas secuencias reguladoras. Juan y su laboratorio encuentran cómo se construye el paisaje que lleva al patrón global. Al hacerlo crean paradigmas que se extrapolan a otros sistemas de construcciones de patrón.
Juan hace todo su trabajo en Madrid y aunque a finales del siglo XX apenas es conocido en España más allá del CSIC, su trabajo tiene una repercusión internacional. Los genes que identificaron Modolell y su grupo se han encontrado en todos los animales y con función y funcionamiento similares a los que describió su grupo en Drosophila. Juan es un pionero de la conexión entre la genética clásica y la molecular, entre lo que se llama el genotipo (los genes) y el fenotipo (lo que vemos).
Como persona modesta que era, Juan nunca echó de menos un merecido reconocimiento nacional pero su labor no podía pasar desapercibida y fue reconocida con varios premios, entre ellos el Jaime I de Investigacion científica (2002) y el Premio Nacional de Investigación (2006). Sin embargo, su mayor premio científico fue sin duda el orgullo de haber resuelto un problema fundamental de la biología y el éxito del largo linaje de estudiantes que hoy son investigadores haciendo lo que Juan les enseñó, trabajar en cosas interesantes, nunca apalancarse y siempre hacerlo con consideración y respeto al objeto de estudio y a los compañeros. Sus discípulos y amigos siempre le tuvieron a mano o al otro lado del teléfono, siempre accesible para una conversación o un consejo.
Juan era catalán y permaneció estrechamente vinculado a Cataluña, aunque como él decía se sentía “el catalán de Madrid”. Esa relación con sus raíces le llevaron a contribuir singularmente en el importante impulso de las ciencias biomédicas que tuvo lugar en Barcelona a principios del siglo XXI y que hoy recoge sus frutos en una vibrante comunidad biomédica. Lo hizo como consejero en el Centro de Regulación Genómica y, hasta hace poco, en ICREA, una institución con un papel central en la explosion investigadora en Cataluña. También jugó un papel esencial en la fundación del Centro Andaluz de Biología del Desarrollo en Sevilla, otro de los centros punteros de este campo en España.
Además de sus moscas y sus genes, Juan tenía pasiones e intereses que llevaba con su contrastada sobriedad. La primera, su mujer y sus hijas, con las que compartió siempre todo. Un peldaño más abajo, la fotografía de la naturaleza, sobre todo de las mariposas, con la que disfrutaba. Era un gran fotógrafo y la muestra de su aprecio a sus amigos era, siempre, una fotografía bella, nítida, bien encuadrada, de una mariposa en el campo o la montaña, con su nombre científico en un texto donde describía las condiciones de la foto. También era un coleccionista de libros de exploradores, sobre todo de finales del siglo XIX, y donde fuera merodeaba librerías de viejo en busca de esos volúmenes. En secreto, quizás por culpa de Jose Luis Gomez Skarmeta, su brillante discípulo chileno recientemente fallecido a destiempo, estaba enamorado de Chile. Desde los 90 fue con frecuencia a ese país donde le gustaba sentirse como esos exploradores que tanto admiraba, y como siempre sentía en el laboratorio, presa de una tranquila curiosidad y con contemplación serena de los secretos de la naturaleza.
A Juan le diagnosticaron un cáncer de estómago a los 54 años. En una entrevista con este diario en 2007 recordaba lo que hizo en aquel momento con una sabiduría asombrosa. “Mi reacción fue curiosa, porque, una vez pasada la operación y sabiendo que el cáncer estaba contenido, no quise leer nada de este tipo de tumor, me quise olvidar. No quise investigar y agradecí muchísimo que nadie me hablara de probabilidades, porque las probabilidades no significan nada cuando sólo tienes una carta, significan cuando juegas muchas veces, pero yo sólo tenía una carta”, explicó. Y Juan sobrevivió otros 31 años, hasta que otro tumor de próstata con el que luchaba desde la pandemia se lo ha llevado.
Juan pertenece a una generación que nos está abandonando y que, en nuestro país, hizo una labor silenciosa y no reconocida —y no solo en la Ciencia— de la que muchos somos descendientes. Gente como él, tranquilo, que habla con su trabajo y que muestra que la osadía no tiene que ser estridente, pasa desapercibida, pero como dice aquel proverbio, los que caminan por el desierto dejan sus huellas en la arena, aunque a veces se las lleve el viento. Este no es el caso de Juan Modolell cuya figura, personalidad y compañía vive en su ejemplo y en su dinastía y legado científicos.
Alfonso Martínez Arias es profesor de investigacion ICREA en el departamento de Medicina y Ciencias de la Vida de la Universidad Pompeu Fabra.
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