Anjelina Nadai Lohalith (Sudán del Sur, 28 años) huyó de su país, devastado por la guerra, con tan solo siete años. Como pudo, llegó con su tía al campo de refugiados de Kakuma, uno de los más grandes del mundo, en el norte de Kenia. “Todo estaba destruido, rodeado por minas terrestres, no podíamos seguir allí pasando hambre y temiendo por nuestras vidas”, rememora, en conversación telefónica desde este país africano. De fondo, se escucha la voz de un comentarista, silbatos y gritos de ánimo, el ruido propio de una carrera. Está a punto de correr una.
Ahora, es una reconocida atleta de pista y campo, que ha participado en Río 2016 y Tokio 2020 con el Equipo Olímpico de Atletas Refugiados, creado en 2015, en plena crisis migratoria. En febrero, Nadai se convirtió en la primera atleta de este grupo de 52, de 12 países diferentes, en ganar una carrera internacional, tras asistir como invitada del Alley Runners Club de Tel Aviv —donde se encuentran otros miembros del Equipo de Atletas Refugiados— a la Copa de Europa de Cross por clubes, celebrada en Oropesa del Mar (Castellón) en la que logró un tiempo de 27 minutos en los 8,7 kilómetros de distancia de la prueba. “Cuando gané el título europeo en España, me emocioné mucho. Toda mi vida había querido ganar una medalla. Creí en mí misma, en mi trabajo, en mi esfuerzo, lo hice lo mejor que pude, y lo logré”, comparte.
Pese a sus éxitos deportivos, Nadai, que lleva más de dos décadas viviendo en Kenia, no olvida su realidad. Ni la de los más de 32,5 millones de personas que, como ella, se han visto obligadas a buscar cobijo en otros países, según las últimas cifras de Acnur de mediados de 2022. “Ser una persona refugiada no es fácil, y somos millones en el mundo. Huimos de las guerras, la violencia, la persecución… No tenemos país, no tenemos algunos derechos. Yo estoy orgullosa de ser refugiada y me gusta suponer que nos represento, que soy nuestra embajadora, porque aunque es una condición que no puedes cambiar, hay que mantenerse positiva, y hacer de la vida algo bueno”, afirma.
Ni mis padres, ni parte de la sociedad, entiende que yo, una mujer refugiada, corra. Pero me da igual. Eso me da más fuerza, más determinación
En 2002, los padres de Nadai tuvieron que enviarla al campo de desplazados de Kakuma, por seguridad. Sudán del Sur —que antes de 2011 era parte de Sudán, su vecino del norte— estaba sumido en la conocida como Segunda Guerra Civil sudanesa (1983-2005), el conflicto más caro en vidas desde la Segunda Guerra Mundial.
“Además de ir a la escuela primaria, en el campo de Kakuma empecé a correr, por diversión. Destaqué en los torneos escolares, y tiempo después fui seleccionada para entrenar en Ngong, en las afueras de Nairobi, junto con la campeona olímpica de maratón Tegla Loroupe”, relata la deportista, sobre su infancia y adolescencia en el asentamiento. “Para la prueba, corrí 15 kilómetros descalza. Solo pensaba en llegar a la meta, en lo que me esperaba después de cruzarla”, explica.
Le esperaban, además de dos Juegos Olímpicos y el Campeonato de Europa disputado en Oropesa del Mar, el Mundial de Londres 2017, el de Oregón 2022 y el Campeonato Africano, entre otros. “El deporte me ha ayudado muchísimo. Además de permitirme representar a tantísima gente que pasa por lo mismo que yo, me da esperanza y la posibilidad de cumplir mis sueños. Y me ayuda a dejar atrás el dolor”, expresa.
Mujer y refugiada
Después de Río 2016, Nadai se convirtió en madre, y después de Tokio 2020 se reencontró con sus padres, tras 18 años sin verlos. “Si llego lejos y tengo éxito, mi sueño no es otro que ayudar a mi familia, que ahora vive en Kakuma”, expresa la deportista, a la que le gustaría volver algún día a su país, aún hoy al borde de la hambruna y sin esperanza de paz. La crisis de refugiados de Sudán del Sur sigue siendo, según el Alto Comisionado de las Naciones Unidas para los Refugiados, la mayor de África, con más de 2,3 millones de personas refugiadas en países vecinos, principalmente Etiopía, Kenia, Sudán y Uganda, y otros dos millones de desplazados internos.
Nadai reconoce que llegar lejos siendo refugiada y mujer no es “nada fácil”. “Ni mis padres, ni parte de la sociedad, entiende que yo, una mujer refugiada, corra. Pero me da igual. Eso me da más fuerza, más determinación”. Para ella, lo más importante es que la recuerden como “alguien que trabaja por lo que quiere, que lucha, resiliente, que no deja que nada ni nadie se le ponga delante, a la que no le importan las barreras”. “Voy hacia delante, siempre hacia delante”, enfatiza.
—¿Cómo lo consigues?
—Cuando corro, llevo a los refugiados en mi mente y en mi corazón. Y ellos me empujan.
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