La crisis en Perú no ha terminado | Opinión

Cuando Pedro Castillo tomó la decisión de anunciar el cierre provisional del Congreso de Perú, la mañana de este miércoles 7 de diciembre, no imaginó que su intentona golpista acabaría en cuestión de horas con él detenido, meditabundo tras su casaca azul, mientras hojeaba una revista con bastante desparpajo, tras ser interrogado por los fiscales peruanos y con Dina Boluarte juramentando como la primera presidenta de la historia republicana. La velocidad de las crisis peruanas hace que los titulares de hace minutos sean periódicos de ayer. Pocas veces el poder había mostrado ser tan fugaz como en aquella mañana. Castillo no anticipó que el caótico tráfico de Lima retrasaría una probable ruta de escape mientras el Congreso apuraba los votos para vacarlo –quien haya enfrentado el tráfico limeño sabe que es una imposibilidad metafísica tramontarlo, incluso para los presidentes– y que su propia escolta presidencial lo terminaría entregando a las autoridades, desmontando cualquier pretensión autoritaria.

Quizá, en aquella mañana, Castillo había cavilado el desenlace, compartiendo sus angustias con su más fiel escudero: Aníbal Torres. Qué sucedería si los militares no los seguían, cómo escaparían de un arresto seguro, qué embajada elegirían para cobijarse o qué ruta tomarían para salir rápidamente del palacio y evitar el encierro. Pero, el autócrata Pedro Castillo no había maquinado nada. Era un intento de golpe sin aliados ni estrategia, el intento de golpe de Estado más grotesco de nuestra historia republicana. Unos autócratas caen porque se quedan sin recursos para corromper a su camarilla de aduladores y son entregados al mejor postor, otros porque son traicionados por su círculo más íntimo de poder cuando las evidencias los sindican inequívocamente y deben cambiar de lealtades, pero Pedro Castillo ni fue traicionado ni se quedó sin recursos para seguir corrompiendo, sino que decidió gatillar un golpe sin tener ningún aliado que le asegurara sobrevivir cuando ni siquiera había los votos suficientes para vacarlo.

El humorista Sofocleto sostuvo que, en el Perú, todo se acojuda y, cómo no, incluso los golpes de Estado de un politicastro corrupto como Pedro Castillo. Un golpe de Estado fallido en un país donde los golpes solían ser populares había fracasado sin haber tenido tan siquiera posibilidades de ser exitoso. En el país de los Fujimori, Odría y Velasco Alvarado, hay un predecible curso histórico si no cuentas con el apoyo de las fuerzas armadas: el fracaso. El nivel de incompetencia que se necesita para haber diseñado un plan tan enclenque y desprovisto de todo tipo de inteligencia sorprendía a pensadores como Francis Fukuyama; sin embargo, para nosotros era completamente compatible con el personaje. Pedro Castillo ya había ensayado desprolijidades de gravedad, pero la más reciente era una invitación a que lo destruyeran aceleradamente y hacia allá se dirigió como manso cordero que va al matadero.

Tras el fallido golpe, nadie lo acompañó más que Torres en el desvarío. Llovieron las renuncias en tropel. Renunció su Canciller, sus eternos defensores, los ministros Salas y Chero, sus embajadores ante organismos internacionales como Forsyth y Rodríguez Cuadros, y hasta su abogado defensor en causas de corrupción, Benji Espinoza. En minutos experimentó la soledad terrible del poder. El Gobierno populista de Castillo desfallecía mientras su familia se vio obligada a empacar en bolsas de plástico. El Congreso de la República consiguió superar largamente los 87 votos necesarios para vacarlo sin mucho esfuerzo. Varias fuentes coinciden en señalar que Pedro Castillo no consultó la arbitraria medida con nadie más que con tal vez tres asesores. Expuso a su familia al deshonor y a la vergüenza de abandonar Palacio en medio del escándalo, con todas las cámaras apuntándolos.

El final de un autócrata nunca es placentero, pero exponer a tu familia a tal agravio público es muestra inequívoca de lo extraviado que estuvo Castillo. Dina Boluarte, la vicepresidenta, fue llamada de inmediato por el Congreso. Ella se había apartado hace solo días del entorno de Pedro Castillo, quizá recordando que Martín Vizcarra hizo lo mismo cuando Pedro Pablo Kuczynski comenzó a coquetear con la vacancia presidencial. Se convirtió en la primera presidenta del Perú republicano. Nuestra roída democracia, tan manoseada, sin partidos, con actores políticos que no defienden sino una agenda patrimonialista, había resistido. Tanto hemos vilipendiado a la democracia peruana, pero esta resiste, como ya los dijimos en otras ocasiones, es el elefante que se sigue balanceando sobre la tela de la araña.

Muchos países desearían que sus procedimientos de destitución constitucional de un presidente fueran tan céleres e implacables como los procesos peruanos, pero poco motivo para celebrar tenemos, seis presidentes, en menos de lo que debiera durar un mandato constitucional completo, hablan de un país que sobrevive a sus políticos o, a pesar de ellos, que digiere sus crisis políticas con gestos permanentes de arcada y que –ante la ausencia de cualquier cosa parecida a un pacto de actores políticos estables–, procesa sus desencantos reseteando el sistema cada vez que puede, sin haber mejorado su endeble situación.

La crisis peruana no ha acabado, solo ha entrado en otra fase. “No se engañe nadie pensando que ha de durar lo que espera más que duró lo que vio” recita la copla de Manrique, y queremos ver qué sucederá con la presidenta Boluarte, no lo que esperamos que, en estos momentos, es utopía. Dina Boluarte, la nueva presidenta, la burócrata que ha tenido sus desencuentros con el partido de Gobierno, con su líder Vladimir Cerrón y con gran parte de la bancada de Perú Libre, enfrenta una encrucijada. Sabe que ningún presidente que ha pretendido gobernar lo ha hecho sin una bancada congresal. Ha anunciado un gabinete de ancha base y ha invocado el espíritu de José María Arguedas en un mensaje que puede resonar en algunas regiones del país que pueden perder la paciencia con el Congreso –si no la han perdido ya–.

Parte de lo que queda de la bancada oficialista le exigirá volver hacia el plan originario de Perú Libre –un disparate ideológico que sembraría de desconcierto al país–, pero la presidenta sabe que de hacerlo precipitará otro enfrentamiento con el Congreso y otra crisis volverá a estallar. Hace unos meses muchos medios internacionales se preguntaban si el Perú era un país ingobernable; quizá no es ingobernable, quizá es un país que se gobierna en el caos y el desconcierto mientras la economía permita resistirlos, es nuestra manera de asumir el fracaso de los partidos y proyectos políticos que han pasado, no es de ninguna forma aconsejable ni saludable, no es sostenible como la evidencia académica lo demuestra, nos arroja al desconcierto y al azar cada vez con mayor frecuencia y menor paciencia.

Pero en algún momento se nos acabará la fortuna, los ciudadanos cada vez más desencantados exigirán nuevas elecciones o respuestas más radicales, no se engañe nadie pensando que una votación en el Congreso calmará los ánimos del Perú antisistema, y más después de las actitudes infantiles de la oposición cuando los problemas se nos amontonan. Tenemos un grave problema con el sistema de representación político que venimos pateando con frivolidad pasmosa, el Congreso que tantas veces ha fracasado tiene una ventana de oportunidad pequeñísima para pensar en el porvenir y apostar por reformas políticas mínimas que atenúen el desconcierto, pero como eso es bastante improbable, en unos años volveremos a jugar a nuestra timba política y quien sabe qué parirá este terrible desencanto.

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