La violencia en el municipio de Jerez, Zacatecas, es un fenómeno bastante notable incluso en un país de por sí virulento como México. Un ejemplo significativo de esto es que desde el año 2020 no se celebra la fiesta conocida como la Jerezada, consistente, entren otras cosas, en encierros taurinos callejeros inspirados en los sanfermines de Pamplona, en España, y que desde 1999 funge como parte del Carnaval local. La pandemia y la inseguridad generalizada lo han hecho inviable.
El actual alcalde, el morenista José Humberto Salazar Contreras, decidió que los festejos de este año se realizaran a cualquier costo, pese a que, sin ir más lejos, las candidatas a reinas del Carnaval decidieron dar un paso al costado y renunciar en solidaridad con las víctimas de la ola criminal que se abate sobre la ciudad, con homicidios y desapariciones incluidos. Empeñoso, Salazar dijo “respetar” la decisión de las aspirantes y sus familias de no seguir adelante con la campaña, pero explicó que la Jerezada y el Carnaval se realizarían debido a la importancia que tienen para el comercio local, que está todo lo golpeado que pueda suponerse debido al poder incontestable de los grupos criminales. Esto es discutible, pero al menos obedece a un razonamiento de corte político. Lo que resulta inexplicable es que lo que siguió.
Las fiestas, que ya habían comenzado, fueron canceladas por orden judicial, luego de que una asociación civil jerezana interpusiera un amparo. Salazar Contreras, sin embargo, tuvo tiempo de ser captado en video cuando, todo sonrisas y acompañado por varios músicos, cantaba un narcocorrido de la autoría de la banda La Adictiva llamado JGL, letras que corresponden a las iniciales de Joaquín Guzmán Loera, el archiconocido Chapo, uno de los capos del tráfico de drogas más reconocidos a escala internacional, y quien hoy cumple una condena de cadena perpetua en un penal de alta seguridad en Estados Unidos. Las redes viralizaron las poco favorecedoras imágenes y las críticas en la prensa no tardaron en abatirse sobre el funcionario.
Salazar Contreras es un conocido médico local. Está adscrito hace lustros al IMSS y es fundador y dueño de una clínica privada. En la escueta nota curricular a su respecto colocada en la página del Ayuntamiento de Jerez se informa, en el colorido apartado denominado “Antigüedad en la lucha de las causas sociales y la vida democrática”, que el alcalde ha tenido una “participación activa en la izquierda desde 1974″. No se mencionan allí cargos partidistas o en la administración pública; solamente se citan los distintos puntos de su trayectoria profesional en el campo de la medicina.
¿Qué hace un funcionario público de ese nivel, quien debería estar consciente del duro precio que el narcotráfico le impone a la localidad que gobierna, entonando loas festivas a uno de los grandes jefes del crimen? No existe una respuesta sencilla a esto, al igual que sucedió en el reciente caso del futbolista Julio César el Cata Domínguez, del Cruz Azul, quien le organizó a su hijo una fiesta temática con motivos relacionados al omnipresente Chapo. Quizá es que en los círculos del poder y el dinero en México, incluso a escala municipal, se dispara el cinismo. O tal vez ocurre que la narcocultura se encuentra ya tan implantada e interiorizada en el país como lo están las propias organizaciones de delincuentes.
En fin. Jerez sigue en vilo y enlutado al mismo tiempo, las fiestas locales otra vez fueron canceladas y el futuro inmediato no pinta sereno. Pero al alcalde Salazar Contreras ya nadie le quita lo bailado. Ni, desde luego, lo cantado.
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