El verde ha vuelto a las montañas del norte de la provincia de Alicante, donde un incendio causado por un rayo arrasó 20.000 hectáreas el pasado mes de agosto. Aunque las llamas amenazaron a varias poblaciones, el municipio de Vall d’Ebo fue el que dio nombre a un infierno que, afortunadamente, no causó daños personales. El presidente de la Sociedad Española de la Ciencia del Suelo, Jorge Mataix-Solera, acaba de visitar la zona, donde el agua y la estructura rocosa del suelo están contribuyendo a la rápida recuperación. Pero las profundas cicatrices del siniestro evidencian que la prevención de incendios forestales debe efectuarse a lo largo de todo el año. “En España, como en todo el Mediterráneo Occidental, la superficie forestal está creciendo”, recuerda el investigador. Una buena noticia para el medio ambiente que esconde un dardo envenenado en su interior, el aumento de las posibilidades de que se produzca un incendio catastrófico. “Y lo estamos esperando, hemos tenido suerte de que en España no haya habido siniestros con gran cantidad de muertes, como ha pasado en Grecia o Portugal”, alerta Mataix-Solera.
“En apenas tres meses”, relata el catedrático de Edafología, la ciencia que estudia el suelo, de la Universidad Miguel Hernández de Elche (Alicante), “en general podemos observar que la vegetación se está recuperando” en los montes afectados. En parte, porque Vall d’Ebo “tiene mucha agua, [es el municipio de la Comunidad Valenciana con más lluvia acumulada este año]”, pero también porque “uno de los suelos más dominantes en la zona es la terrarossa, un suelo que aunque esquelético está protegido entre las grietas de la roca de la que se ha formado, que lo protegen de la erosión”. Y que, por sus características, “responde bien a los incendios, es menos susceptible de que las llamas lo hagan hidrofóbico, es decir, repelente al agua, y por tanto más erosionable”. En la montaña alicantina, el departamento del científico alicantino estudia la recurrencia en áreas “quemadas varias veces en los últimos 20 o 25 años, en las que ni al pino le ha dado tiempo a alcanzar la edad de poder producir semilla”. También investigan “la importancia del musgo, ya que protege el suelo como si fuera una alfombra y lo reactiva biológicamente”. “Hay que tener mucho cuidado con él”, advierte, “igual que con la extracción de madera quemada, que daña mucho el suelo y es preferible esperar un tiempo”.
Siniestros como los de este verano en Vall d’Ebo (Alicante), Bejís (Castellón) o Zamora vuelven a requerir intervención urgente. “La abundancia y magnitud de los incendios no se debe solo al cambio climático, también al abandono del uso agrícola desde hace décadas”, prosigue Mataix-Solera. “Hay actualmente grandes pinadas que colonizan las antiguas terrazas de cultivo, que funcionaban como cortafuegos, y urbanizaciones que se construyen dentro de una masa forestal que constituyen un riesgo material y, sobre todo, para las personas”. Como prevención, considera “necesaria” la creación de “equipos de trabajo multidisciplinares formados por ingenieros forestales, ecólogos, botánicos, ambientólogos, geógrafos y, por supuesto, edafólogos”.
Mataix-Solera propone “la reactivación de usos del suelo en zonas rurales, como la agricultura y ganadería, siempre de manera sostenible, la diversificación del paisaje, hacia un mayor mosaico vegetal, más heterogéneo” y las quemas prescritas, incendios de baja intensidad en sitios estratégicos que se realizan en momentos en los que el impacto del fuego es menor. Estas quemas son “una herramienta más que en los últimos años se utiliza con más frecuencia en España, aunque en el sureste español quizás es más complicado porque disponemos menos días con condiciones favorables para poder llevarlo a cabo sin riesgo”, explica. “Los técnicos forestales saben de antemano cómo aplicarlo, disponen de modelos matemáticos que indican cuáles son las ventanas de prescripción, por características como los fenómenos atmosféricos, la pendiente del terreno o la carga de combustible acumulada”, continúa. “Los impactos son menores tanto en el paisaje como en el suelo y se elimina, mayoritariamente, el combustible que está seco y muerto”.
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La intervención de los especialistas en zonas que han ardido se divide en dos partes. En lo no quemado, “deben emprenderse unas estrategias de paisaje en las que la carga de combustible se reduzca en zonas estratégicas”. Como ejemplo, señala “la recolección de biomasa como combustible y la adecuación de los edificios municipales para que la consuman como fuente de energía”. O “llevar a cabo prácticas agrícolas sostenibles que, mediante las parcelas trabajadas, siempre respetuosas con el sistema, vayan creando discontinuidad en la masa forestal y, así, reducir el impacto del fuego, que no debemos olvidar que forma parte del medio y es inevitable, sobre todo, agravado por las condiciones extremas” en las que nos encontramos.
En lo quemado, a corto plazo, “lo más preocupante es el suelo”, sostiene. Tras un incendio de gran magnitud, queda desnudo y, por tanto, más vulnerable. “Hay que analizar las zonas en las que esta vulnerabilidad es mayor y desarrollar actuaciones para protegerlo de la degradación, como esparcir en zonas en riesgo de erosión una fina cubierta de acolchado de paja o astillas de madera, que pueden proceder de tratamientos silvícolas del entorno cercano”. A medio plazo, se debe “estudiar cómo se regenera la vegetación y actuar solo si es necesario, porque no siempre es imprescindible reforestar”. A largo plazo, finalmente, “debemos procurar tener un bosque resiliente” que dificulte la catástrofe. “El clima está cambiando, y no podemos pretender volver a tener los mismos bosques que tenemos ahora en un plazo de décadas, tanta vegetación no podrá resistir en condiciones diferentes y tan extremas”, zanja.
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