Yvette Mushigo sintió que sus años de activismo, esfuerzos y frustraciones valían la pena cuando su hija de 16 años dijo públicamente en la escuela que “si se respetan los derechos de la mujer, toda la sociedad sale ganando”. “Ese día me dije: ‘algo he hecho bien, algo he sembrado’ porque ella, una nueva generación, lo ha entendido todo”, explica esta jurista congoleña en una entrevista con este diario en Madrid.
Yvette Mushigo, de 45 años, nació en un país donde “una mujer informada sobre sus derechos es vista como una amenaza” y por ello, lleva toda su vida navegando entre conflictos. Conflicto armado, porque su región, el este de República Democrática del Congo (RDC), es escenario de violencia y campo de acción de diferentes grupos armados desde hace más de 25 años y vive actualmente un alarmante y sangriento rebrote de los enfrentamientos. Conflicto social, porque su trabajo consiste en dotar a las mujeres de fuerza y de derechos, denunciando los crímenes que se cometen contra ellas y subrayando que son parte esencial de la reconciliación. Y conflicto interno, porque intenta que su exigente trabajo y sus viajes no perjudiquen a su esposo y cuatro hijos ni los conviertan en objeto de críticas dentro de la comunidad.
Según la ONU, más de 5,6 millones de personas se han visto desplazadas por el conflicto en la RDC, una cifra récord en África
“El conflicto es permanente. Ahora en mi región convivimos con varios grupos armados nacionales y extranjeros y asistimos a un resurgimiento de la violencia que tiene graves consecuencias para la población y especialmente para las mujeres. En algunas zonas, la gente está a merced de estos grupos armados. Vas por una carretera y te dicen: ‘A partir de aquí ya no están ni la policía ni el ejército congoleño’. Nosotras queremos llegar hasta las mujeres de estas zonas y asistirlas, pero a veces no hay un camino practicable, existe un alto riesgo de secuestro y no conseguimos llegar”, lamenta Mushigo, coordinadora de la organización Synergie des Femmes pour la Paix et la Réconciliation (Sinergia de las Mujeres por la Paz y la Reconciliación), que aúna a más de 40 entidades humanitarias de la RDC, Burundi y Ruanda.
Desde el año pasado, el grupo armado Movimiento 23 de Marzo (M23), manejado por Ruanda, según el Gobierno congoleño y la ONU, ha logrado ocupar una parte del territorio de Kivu del Norte, al este del país. El goteo de matanzas, violencia y desplazados en esta región y otras vecinas como Ituri es casi diario. Según el Alto Comisionado de las Naciones Unidas para los Refugiados (ACNUR), las más de dos décadas de conflicto han provocado más de 5,6 millones de personas desplazadas en el país, una cifra récord en África y una de las más elevadas del mundo. Solo en Kivu del Norte, 2,1 millones de personas se han visto obligadas a dejar sus hogares y a buscar refugio en otros lugares del país. La violencia se ve avivada por la inmensa riqueza mineral de esta región, donde hay coltán, cobalto, cobre, uranio, oro o diamantes, y por la lejanía de la capital del país, Kinshasa. Mushigo recalca que parte de estos grupos armados se concentra alrededor de las explotaciones mineras, lo que muestra que “la esencia del conflicto es económica”.
Somos ciudades transfronterizas, vivimos todos juntos y esta situación política nos envenena
Yvette Mushigo, jurista y activista congoleña
Logros paralizados por la violencia
La degradación de las condiciones de seguridad en el este del país está transformando el trabajo de esta activista y de su organización. Por ejemplo, desde hace tres años, las responsables congoleñas, burundesas y ruandesas no logran reunirse en la misma sala debido a la desconfianza que estos viajes generan en sus comunidades en este contexto de violencia. “Somos ciudades transfronterizas, vivimos todos juntos y esta situación política nos envenena”, protesta Mushigo, que se encuentra en Madrid para recibir el sábado el premio Mundo Negro a la Fraternidad 2022.
La huida de la población también ha provocado la interrupción de varios programas de atención a las mujeres. “En algunos puntos del este del país la gente se ha ido y lo que habíamos construido con estas personas se ha esfumado. Ahora nos planteamos qué hacer: ¿seguimos a los desplazados en su camino?, ¿empezamos desde cero en otro pueblo?”, se pregunta la activista, alertando también de que las mujeres son especialmente vulnerables en estos viajes en los que no hay a menudo ninguna asistencia, lo cual aumenta los riesgos de violencia sexual.
Por otra parte, el interminable conflicto y las condiciones de seguridad han hecho que organizaciones internacionales salgan del país y que la ayuda humanitaria se reduzca, lo que es “una tragedia para la población”.
“Quienes nos ayudan desde fuera están cansados y desmoralizados por esa sensación de tener que volver a empezar siempre. Nosotras también estamos hartas. Yo intento no sucumbir y concentrarme en la cantidad de trabajo que me queda, en cómo encararlo y hacerlo mejor”, afirma, explicando que ve el premio que va a recibir en España como un reconocimiento del trabajo de muchas mujeres “valientes que han roto el silencio y pelean contra viento y marea para defender sus derechos y los de otras mujeres”.
En este contexto de violencia, se celebrarán elecciones presidenciales a finales de año, en las que el actual presidente congoleño Félix Tshisekedi aspira a ser reelegido pese a su tibio balance. “Estamos preocupadas porque no sabemos cómo la población desplazada podrá recibir su tarjeta de elector y ejercer su derecho. Si ya es complicado tenerla cuando estás en tu casa…“, suspira la activista.
Somos una amenaza para ciertos hombres, que nos prohiben que contactemos a sus esposas
Yvette Mushigo, jurista y activista congoleña
La esperanza de Mushigo son las elecciones locales, previstas y pospuestas desde hace tiempo por razones diversas, porque pueden permitir que mujeres que ya son líderes de facto en sus comunidades accedan a cargos públicos. “Ellas tienen una autoridad en la comunidad y se han convertido en una referencia porque dan soluciones a los problemas concretos de mucha gente”. Elegirlas oficialmente como representantes significaría un gran cambio en un país que posee leyes de paridad ejemplares que, tristemente, se quedan en el papel. Por ejemplo, el actual Gobierno tiene un 27% de mujeres, algo inédito pero insuficiente, según la activista. Y la representación femenina en órganos regionales o legislativos es aún menor.
“El Gobierno no ha entendido que debe proteger nuestros derechos. Queda claro cuando no nombran a mujeres en ciertos cargos, como si no fuéramos suficientemente competentes”, critica Mushigo, subrayando que las nuevas generaciones de mujeres luchan por hacerse un hueco en la sociedad, pero siguen estando muy ausentes de las universidades y del mercado laboral.
Paz más allá de la política
“No habrá paz si las mujeres no tienen derechos. Porque nuestra idea de paz supera el conflicto y la política. Para algunas mujeres, la paz puede ser estar bien con su marido o tener comida para sus hijos. No poseer nuestros derechos provoca inseguridad y nos hace sentir desarmadas: ¿cómo vamos a producir, cómo vamos a participar en la vida de nuestro país si no somos reconocidas?”, insiste la jurista, sin perder el tono sereno que impregna su discurso.
En este complicado camino que Mushigo lleva años recorriendo, ella y otras representantes de la organización han tenido miedo, han salido huyendo de ciertos pueblos y se han visto “señaladas por revolucionar a las mujeres”. “Somos una amenaza para ciertos hombres, que nos prohíben que contactemos a sus esposas. Pasamos miedo porque no sabemos en ciertas comunidades quién está armado y tenemos que ser discretas en nuestros movimientos, no comunicar nuestra agenda, llegar sin avisar e irnos antes, dormir en lugares que no hacemos públicos…”, enumera.
Pero en estos años también han celebrado pequeñas victorias, sobre todo cuando los hombres entienden que tienen mucho que ganar en este proceso. “Por ejemplo, en mi país hay muchas uniones libres en las que la mujer sufre una mayor violencia y puede ser expulsada de casa sin contemplaciones. Hace un tiempo vino a hablarme un hombre que acababa de contraer matrimonio con su pareja tras 17 años de convivencia y me dio las gracias porque se había dado cuenta del peligro al que había expuesto a su mujer y a sus hijos. Había entendido que si le ocurría algo a él, sus hermanos echarían de casa a su esposa y a los pequeños y no podía permitirlo. Por eso se casó”, recuerda.
¿Y quién friega los platos en su casa? La pregunta provoca la risa de Mushigo: “Todos tenemos nuestras responsabilidades. Antes, mis hijos se sorprendían porque su padre quita su plato de la mesa después de comer, porque ninguno de los padres de sus amigos lo hacía”.
Puedes seguir a PLANETA FUTURO en Twitter, Facebook e Instagram, y suscribirte aquí a nuestra ‘newsletter’.