“Tuve que pasar de víctima a activista para que lo que he tenido que vivir no se repita”, dice Carmen Sánchez (Ixtapaluca, Estado de México, 39 años). En febrero de 2014, su expareja y padre de sus hijos, Efrén García, le lanzó ácido al rostro y al pecho. Sánchez lo había denunciado antes por sustracción de menores, violencia sexual y familiar y, un año antes de la agresión con corrosivo, él le había asestado cuatro puñaladas. Ahora, García ha sido sentenciado a 46 años y ocho meses de cárcel por un delito de tentativa de feminicidio. Se trata de una sentencia histórica, la primera en América Latina que sanciona de manera ejemplar este tipo de ataques.
La contundencia de la Justicia ha sorprendido a Sánchez, hastiada de lidiar durante nueve años con un sistema judicial “corrompido por el machismo”. “Mi agresor estuvo libre siete años. Y dos en espera de sentencia ¿Tú imaginas saber que te lo puedes encontrar en la calle y que esta vez te puede llegar a matar?”, dice, en una conversación telefónica con este diario. Según la Fundación Carmen Sánchez —creada por ella misma en 2021, de la mano de la activista Ximena Canseco— las denuncias de estos ataques quedan en la impunidad en más del 90% de los casos. “Nuestros agresores intentan acabar con nuestras vidas, no son simples lesiones. Y cuando hemos denunciado esto ha quedado impune durante años”, señala. A la sentencia del Tribunal Superior de Justicia del Estado de México ha reaccionado con cautela, asegura, porque su expareja aún puede apelar la sentencia.
Carmen Sánchez se queja de que las leyes se mantienen históricamente “impávidas” ante los ataques hacia mujeres, y pone un ejemplo: usar ácido para alterar una moneda metálica se castiga con hasta 12 años de cárcel en México, pero un ataque que deje una cicatriz permanente en el rostro se penaliza con un máximo de seis años de prisión, de acuerdo con el actual Código Penal.
La lucha de la activista mexicana hasta llegar a esta sentencia histórica ha incluido una ardua batalla política y judicial para que su agresor fuera detenido ―fue arrestado siete años después del ataque― y para cambiar que los ataques con ácido no sean considerados solo un delito de lesiones, como sucede en la mayoría del país, sino como intentos de feminicidio. El objetivo está más cerca desde este mes de marzo, gracias a una modificación al Código Penal nacional (hoy a falta de su tramitación en el Senado) que eleva las penas hasta los 15 años de cárcel. Además, incluye una de las principales peticiones de la Fundación de Carmen Sánchez: el acceso de las víctimas a cirugías reconstructivas.
En México, usar ácido para alterar una moneda metálica se castiga con hasta 12 años de cárcel. Por el contrario, un ataque con ácido que deje una cicatriz permanente en el rostro se penaliza con un máximo de seis
“Mi agresor no solo me arrebató la piel del rostro, sino que también me quitó la libertad completa”, se lamentaba Sánchez en marzo, en una anterior entrevista por teléfono, desde su casa en Ciudad de México. Se refería a las 64 cirugías de reconstrucción a las que ha tenido que someterse durante los años posteriores al ataque. Este miércoles tiene prevista otra más, la número 65.
En la actualidad, el sistema de salud mexicano se centra en salvar la vida de las supervivientes de ataques con ácido mediante lavados quirúrgicos para retirar el corrosivo e impedir que este avance hacia la laringe, la faringe o los ojos, provocando más daños. Pero no destina apoyo para las cirugías de reconstrucción que facilitan la reincorporación a su anterior vida. La dermatóloga Isela Méndez, que ha tratado de manera gratuita a una decena de víctimas, subraya que las supervivientes sufren de rechazo y discriminación social.
Sánchez es la primera de las 10 mujeres a las que Méndez ha atendido en su consultorio. “Tras ayudarla, aparecieron mujeres que llevaban hasta 34 años encerradas, pensando que eran las únicas”, recuerda por teléfono desde su clínica de Polanco, una de las colonias más pudientes de la capital mexicana. La reconstrucción y reparación de la zona afectada es casi inaccesible para las víctimas: cuestan, según Méndez, alrededor de un millón de pesos mexicanos (unos 50.000 euros), dependiendo de la complejidad de las heridas. Pero, además, la dermatóloga explica que las afectadas necesitan injertos, terapias de láser, encimas o ácido hialurónico para recuperar la gesticulación y la simetría del rostro. “Solicitamos que la reparación se haga de manera integral, que tengan acceso a hospitales, a terapias de rehabilitación, a reparación física y emocional”, subraya.
Solo en 2022, el Banco Nacional de Datos e Información sobre Casos de Violencia contra las Mujeres (Banavim) registró 222 denuncias de amenazas de uso de químicos o ácidos en México. La Fundación Carmen Sánchez hace su propio recuento: 105 agresiones el año pasado, el 85% a manos de hombres. Más de la mitad había mantenido alguna relación sentimental con la víctima. Ximena Canseco, mano derecha de Sánchez, aclara que sus cifras no muestran la magnitud real del problema debido a que ni las autoridades locales, ni el Gobierno central, tienen un registro específico.
De los más de 1.500 ataques con ácido anuales en el mundo registrados por la ONG británica Acid Survivors Trust International, cerca del 80% son contra mujeres. Sánchez, de la mano de las otras siete supervivientes con las que arrancó su fundación, lo tiene claro: el objetivo de estas agresiones siempre es arrebatarles su identidad. “El interés es acabar con la imagen de la mujer y aislarla, porque el 90% de los ataques van al rostro. Con eso, en realidad acaban con nuestras vidas, nos vemos sumidas entre hospitales, alejadas de la sociedad, incluso desempleadas. No somos una simple cicatriz en la cara, llevamos en nuestros rostros la huella de la violencia”, explica. “No es suficiente estar con vida:, luchamos por todo lo que nos lograron quitar”.
Sánchez también batalla contra la mirada social. “Nos intentan colocar como las merecedoras de este castigo. Incluso nos encontramos con personas que nos dicen que lo teníamos merecido por ser ‘malas mujeres”. Por eso, la activista dedica su tiempo a visibilizar estos actos violentos no solo ante las autoridades nacionales sino también ante la sociedad. “El ácido y otros químicos corrosivos son utilizados como un arma de control y manipulación para que las mujeres sigamos en una relación de maltrato y abuso, para que no los denunciemos y no seamos libres. Antes de las agresiones, nos dicen que es por nuestra culpa; que si no somos de ellos, no seremos de nadie”.
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