No fue una magdalena en Combray, sino un mojito en la Plaza del Paragües de Oviedo, pero el tintineo de los hielos también me retrotrajo, no a la infancia, sino al hielogate, cuando el supuesto desabastecimiento de cubitos nos hizo temer un futuro apocalíptico de bebidas del tiempo. Recordé también cómo las restricciones energéticas iban a sumir nuestras ciudades en el caos, como si lo único que nos separase de vivir en La Purga fuese la iluminación de los escaparates de Marypaz. No hubo purga. Tampoco el grandilocuente Gran Apagón que vació de hornillos las ferreterías, ni miles de negocios quebraron por verse obligados a poner la calefacción a diecinueve grados ante el silencio cómplice de La Haya.
Estas desgracias que fueron profetizadas por muchos programas, incluso alguno que hoy presume de cumplir la mayoría de edad, aunque todavía ni le asomen las muelas del juicio, parecen una parodia. Cuando una vecina me contó que dejaba la tele encendida al irse al mercado para que no le ocupasen el piso carcajeé recordando a Chus Lampreave en La flor de mi secreto negándose a salir por temor al ataque de un skinhead. No bromeaba, son los daños colaterales causados por quienes descubrieron el chollo de llamar okupas a los inquilinos morosos, porque un inquilino moroso es cualquiera tras un revés del destino y eso no da miedo, sólo tristeza.
En lugar de comprar el discurso televisivo alarmista, los vecinos de La Peza optaron por algo tan revolucionario como salir de sus casas y comprobar el alcance de la orgía de vandalismo y drogadicción que les vendían; sólo encontraron música y “chicos educadísimos”. También había hielo, luz y hornillos. Para no vivir acongojada, mi vecina no tiene que dejar la tele encendida cuando se va al mercado, sino apagarla cuando está en casa.
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