En las últimas semanas han coincidido distintas noticias que relacionan cambio climático y salud. Por supuesto, esta no es una relación nueva o inesperada. Desde hace décadas se conocen los efectos de los fenómenos meteorológicos extremos (como olas de calor, lluvias torrenciales o crisis alimentarias) sobre el bienestar físico y mental de las personas, así como otros impactos derivados de la aparición de especies invasoras (en especial mosquitos, que pueden transmitir enfermedades) o la modificación de los patrones climáticos. Sin embargo, la evidencia acumulada en los últimos años, sumada a las proyecciones climáticas de las que disponemos hoy en día, ha ido reforzando y aumentando la preocupación por estas consecuencias directas del calentamiento global, en un mundo que dispone de cada vez menos margen para evitar la catástrofe climática.
En los últimos días hemos conocido la séptima edición del Lancet Countdown, informe realizado por la prestigiosa revista médica The Lancet, en el que se afirma que “el cambio climático está socavando cada vez más todos los pilares de la buena salud, y agravando los impactos de la actual pandemia de la covid-19 y los conflictos geopolíticos”. La subida de temperaturas, y el caos en el sistema terrestre que ello comporta, no va (sólo) del oso polar, ni de la ropa de invierno abandonada en el armario o del fastidio de un día inusualmente cálido para correr la media maratón de València. Va de cómo vivimos, cómo enfermamos y también, desgraciadamente, de cómo nos morimos.
El País Valenciano se sitúa en la cuenca mediterránea, una de las zonas calientes del cambio climático, y este nos afecta en todas las dimensiones de nuestro día a día, de nuestra economía, perspectivas y posibilidades de desarrollo futuro como sociedad. La salud, por supuesto, es una de estas dimensiones: acabamos de conocer que, según el Insituto de Salud Carlos III, entre junio y septiembre se han triplicado el exceso de muertes atribuibles al calor. Un total de 337 personas. Es decir: un avión lleno hasta los topes, que se ha estrellado delante de nuestras narices, pero al que parecemos no prestar atención. Un dato que, por esperado tras un verano extremadamente cálido, no deja de ser terrible. ¿Qué hacemos?
Tenemos algunas pistas de por dónde guiar nuestros pasos. Un estudio aparecido este octubre reafirma que la salud es un marco narrativo muy potente para comunicar el cambio climático. Al enmarcar el mensaje en términos de salud, aumentamos el apoyo ciudadano de las políticas climáticas. Lo vemos como un peligro cercano, real, tangible, que hace que estemos más dispuestos a apoyar transformaciones profundas. Usémoslo, pues. La comunicación ambiental y la acción política, que tantas veces han apelado a referentes y narrativas cuyo poder de movilización era insuficiente, necesita entender cuáles son los resortes que funcionan en 2022. En un campo en el que las preguntas siguen siendo muchas (¿Es mejor comunicar con esperanza o con rabia? ¿Debemos focalizar en las amenazas o en las oportunidades? ¿Subrayamos que cada gesto individual cuenta o ponemos el foco de una vez por todas en la acción colectiva?), necesitamos aprovechar lo que sí sabemos con certeza.
La mayor parte de quienes conforman el exceso de fallecimientos de este verano son personas mayores de 85 años. El cambio climático no es cosa sólo de generaciones futuras; no podemos y no debemos lavarnos las manos, pensando que esto no va con nosotros, sino de “los jóvenes”. Es aquí y ahora, en nuestras calles y en nuestros campos, en nuestras casas, en los ríos y las playas. También, por desgracia, en nuestros hospitales.
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