Una pareja de gavilanes ataviados con ricos ornamentos de oro, turquesa, concha y piedra verde, justo como Huitzilopochtli —señor de la guerra y dios del sol, representado muchas veces como un guerrero águila—, fueron depositados sobre una cama de cuchillos de pedernal, varas de madera, serpientes y espinas de maguey presumiblemente ensangrentadas. Es la última ofrenda encontrada en el Templo Mayor de la vieja Tenochtitlan, la 179, cuya excavación concluyó hace apenas unos meses. Un espectáculo alucinante para los ojos entrenados de los arqueólogos.
Las patas de las aves están rodeadas de ajorcas de cascabeles de oro; en la cadera, los arqueólogos del Proyecto Templo Mayor — Leonardo López Luján, director de la exploración del templo sagrado de los aztecas bajo el suelo de la Ciudad de México; Alejandra Aguirre Molina, doctora en estudios mesoamericanos y Antonio Marín, pasante de arqueología — hallaron láminas trapezoidales, a la altura del pecho les cuelga un delicado collar de cuentas rosáceas de conchas y de rocas metamórficas verdes. También tienen un pectoral anular de oro que las califica como deidades guerreras. Ambos gavilanes fueron objeto de una prolongada y compleja intervención en la que se les colocaron aditamentos confeccionados con las más ricas materias primas de la época y cuya elaboración requirió de una gran destreza técnica de los sacerdotes mexicas.
En sus alas, los sacerdotes del viejo imperio colocaron dos brazaletes de oro, además de una rodela con una bandera en el individuo colocado en el sur y un cetro para el ave colocada al norte; las cabezas de los gavilanes fueron decoradas con ojos de concha y piedra verde, así como con insignias propias de Huitzilopochtli. El ave meridional tenía sobre la frente el emblema del cotinga azulejo (especie nativa de Mesoamérica) hecho de turquesa, mientras que la septentrional — desprovista de cráneo — ostentaba una diminuta águila, una cuenta de piedra verde y un esbelto pico de colibrí hecho de oro.
En el caso particular de Tenochtitlan, el oro recuperado por los arqueólogos es notoriamente escaso; el peso total de los artefactos de oro descubiertos en la zona arqueológica asciende a poco más de 500 gramos, cifra minúscula en comparación con lo descubierto en contextos arqueológicos de Centro y Sudamérica. Estos números resultan insignificantes en comparación con las decenas de miles de artefactos de piedras verdes, copal, obsidiana, pedernal y cobre, por mencionar algunos. Esta ofrenda — y algunas otras de gran importancia como la de un lobo de ocho meses enterrado con piezas de oro o la de una hembra jaguar vestida de guerrera con un atlatl de madera en una de sus garras— han aparecido en una línea recta imaginaria que corta en dos al Templo Mayor de Tenochtitlan.
Las ofrendas descubiertas se localizan en el centro geométrico de la gigante plataforma circular de 16 metros de diámetro y más de dos metros de altura conocida como Cuauhxicalco. “Era como un templete, una plataforma, en la que el sacerdote podía ver a todos los fieles”, explica López Luján y se aventura a imaginar la escena completa. “Una multitud se congregaba alrededor de las autoridades religiosas para ver la ceremonia. Huele a copal. Por un oído, escuchas a las personas hablar náhuatl, una invocación a Huitzilopochtli; por el otro, escuchas la música ritual de los tambores. Estás viendo cómo están sacrificando esos animales, cómo diseñan las joyas a la medida de los animales, a las aves, al jaguar, al puma o al lobo mexicano, que son superpredadores, cómo los visten con materiales preciosos: el oro, la jadeída, la concha y la turquesa y cómo los entierran. Estos rituales solo pueden hacer un imperio”, sentencia.
El Templo Mayor celebraba a las dos máximas divinidades del Estado mexica: por un lado, a Huitzilopochtli, vinculado con la temporada de secas, el solsticio de invierno, la vida, y el cielo; y a Tláloc, asociado a la lluvia, el solsticio de verano, la muerte, la tierra y la noche. “Es como el yin y el yang. Eso explica por qué la pirámide es doble. Todo lo que hemos excavado en esta zona está en el ámbito masculino y de la guerra”, explica Leonardo López Luján señalando las ofrendas mexicas. “Este patrón binario, debemos subrayarlo, no estaba perfectamente balanceado. Existía una clara preeminencia de Huitzilopochtli sobre Tláloc. Por ejemplo, la capilla del primero era de mayores dimensiones”, continúa. Los antiguos viajaron a pie cientos de kilómetros — entre 300 y 400 — desde las costas en las que se encontraban algunos de los animales marinos encontrados en el Templo Mayor, hasta el altiplano para poder ser utilizados en los rituales de los sacerdotes, en una época donde el imperio mexica estaba casi en su máximo apogeo. “Además de las aves, tenemos elementos marinos que vienen tanto de la costa del Pacífico como del Atlántico. Transportar todos estos animales, posiblemente muchos de ellos vivos, y después traerlos aquí, a la Ciudad de México, alimentarlos, cuidarlos y prepararlos para las ceremonias debió ser una tarea titánica”, explica Antonio Marín.
Los arqueólogos llevan años sugiriendo que los restos de Ahuitzotl, Axayacatl o Tizoc, predecesores de Moctezuma Xocoyotzin, podrían estar enterrados ahí, en el centro de Cuauhxicalco, el círculo de 16 metros de diámetro donde la élite de Tenochtitlan celebraba ceremonias de enorme importancia. Los cronistas del siglo XVI cuentan que los restos de varios gobernantes, incinerados al morir, fueron depositados a los pies del Templo Mayor, junto a ofrendas de enorme valor, como esta última.
A diferencia de lo que pasaba con Leopoldo Batres (Ciudad de México, 1852) — pionero de la arqueología moderna en México y célebre por sus excavaciones durante el porfiriato —, quien sacaba, limpiaba, fotografiaba y analizaba en apenas una hora sus hallazgos; ahora, las ofrendas, una vez descubiertas, toman meses, incluso años en ser desenterradas, y luego analizadas con tecnología de última generación y bajo estrictos protocolos internacionales. Pincelada a pincelada, los nuevos arqueólogos van descubriendo lentamente entre la tierra, espinas de maguey, huesos, flores, oro y madera… fragmentos de historia a la espera de los líderes mexicas.
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