El filósofo Henry David Thoreau lo dijo hace ya más de un siglo: “La naturaleza es todo lo que necesitamos para preservar el mundo”. Sin embargo, hace décadas que el ser humano está inmerso en una carrera suicida contra la naturaleza y su principal consecuencia es el calentamiento global del planeta. Para tratar de frenar, limitar y adaptarnos a su impacto, los humanos nos reunimos anualmente en la Conferencia de las Naciones Unidas sobre el Cambio Climático (COP) desde hace 27 años. Hoy esa conferencia se cierra tras dos semanas de debates, pero un año más, parece que invertir en la salud del ecosistema planetario ha quedado en segundo plano respecto a otras soluciones más mercantilistas (pagar por los daños ya perpetrados).
En la actualidad, el 23 % de la población mundial –1.800 millones de personas– y el 80 % de quienes padecen mayor inseguridad alimentaria, sobre un total de 828 millones, viven en contextos vulnerables, particularmente sensibles al cambio climático. Además, tras nueve meses sufriendo los efectos colaterales de la guerra de Ucrania y una inflación desbocada, el mundo vive una crisis alimentaria global de proporciones nunca vistas: 345 millones de personas sufren inseguridad alimentaria aguda y 50 millones en 45 países se asoman ya al abismo de la hambruna.
Comer, trabajar, mantener a una familia, escolarizar a tus hijos… Las aspiraciones más básicas de todo ser humano son hoy una quimera para millones de personas cuyos destinos, en muchos casos, podrían cambiar si al menos tuvieran acceso a un pedazo de tierra fértil.
Sin embargo, la deforestación salvaje, el uso indiscriminado de fertilizantes, la agricultura intensiva, la contaminación del agua y la multiplicación de fenómenos meteorológicos extremos como sequías, plagas e inundaciones, han degradado el 40% de los suelos del planeta. Los efectos se hacen sentir sobre más de la mitad de la población mundial, y en particular, sobre las comunidades rurales más frágiles, productoras de más del 80% de los alimentos que se consumen en los países en vías de desarrollo.
Las aspiraciones más básicas de todo ser humano son hoy una quimera para millones de personas cuyos destinos, en muchos casos, podrían cambiar si al menos tuvieran acceso a un pedazo de tierra fértil
Pero la caída de la productividad de la tierra no deja margen de duda: la producción agrícola ha disminuido ya un 20% debido al calentamiento global. Y según el último Informe Intergubernamental sobre Cambio Climático de las Naciones Unidas (IPCC), los rendimientos de arroz, maíz y trigo podrían caer entre un 10 y 25% por cada grado de aumento de la temperatura.
Los sistemas alimentarios están interconectados con la crisis climática a varios niveles, ya que producir, procesar, transportar y consumir alimentos causa un tercio de las emisiones globales de gases de efecto invernadero, acelerando el calentamiento global. Además, las crisis económicas, los conflictos y la degradación ambiental multiplican la inseguridad alimentaria y se refuerzan entre sí en círculos viciosos.
El lema del Programa Mundial de Alimentos (PMA) y Premio Nobel de la Paz 2020, es “salvar vidas, cambiar vidas”. Trabajamos en 120 países ofreciendo principalmente asistencia humanitaria en emergencias, pero no solo. En Etiopía, Kenia, Sudán del Sur, Malawi, Madagascar, Pakistán, Honduras, Guatemala, Colombia o el Sahel, entre otros, trabajamos con programas de resiliencia cuyo punto de partida es devolverle a la tierra su productividad, a menudo colaborando con FAO, IFAD y otras organizaciones.
En 2018, por ejemplo, pusimos en marcha el programa Resiliencia Integrada en el Sahel en cinco países de la zona (Burkina Faso, Chad, Mali, Níger y Mauritania). La complejidad de sus contextos había frustrado hasta entonces cualquier esperanza de mejoría, pero no la del PMA y otros socios valientes. En el Sahel nos planteamos la necesidad de unir nuestras intervenciones humanitarias para salvar vidas con un aumento de las inversiones en actividades que refuerzan los medios de vida, restauran ecosistemas, crean trabajos y desarrollan la cohesión social.
El punto de partida era precisamente rehabilitar tierras y suelos erosionados y degradados, impulsando la producción agrícola individual o comunitaria y combinando diferentes intervenciones: conservación de agua y suelos, promoción de agricultura climáticamente inteligente (impartiendo talleres junto a FAO, GiZ y otros) construcción de canales de irrigación, carreteras, o incluso escuelas a cambio de asistencia alimentaria. Además, había que conectar los comedores escolares con la producción local de los agricultores, ayudarles a crear mercados y sistemas de financiación, proponer acciones preventivas basadas en pronósticos meteorológicos, crear redes de protección social y trabajar y fortalecer las capacidades de los gobiernos y otras entidades para mantener los logros en el tiempo. El objetivo: conseguir transformaciones duraderas y resilientes que, partiendo del bien más preciado, la tierra, contribuyeran a generar sistemas alimentarios y sociedades más fuertes y adaptables al cambio climático y otros shocks.
Manejar los crecientes shocks climáticos mientras se invierte en la recuperación de los ecosistemas es el imperativo de nuestro tiempo
Cuatro años después, 2,5 millones de personas en 2.000 comunidades del Sahel se han beneficiado del Programa de Resiliencia Integrada con el que, entre otras cosas, se han recuperado 158.000 hectáreas de suelos degradados. Los resultados hablan por sí mismos: en países como Níger, el 80% de quienes recibieron asistencia en la primera fase del proyecto y ya no la reciben, pudieron enfrentarse sin ayuda humanitaria a la sequía que asoló el país en 2021. Es decir, invertir en resiliencia funciona. Según diferentes estudios, por cada dólar invertido en programas de resiliencia se ahorran tres dólares en programas de emergencia. Además, recuperar suelos enfermos y devolverles la salud también significa crear sumideros de carbono capaces de mitigar las emisiones de gases de efecto invernadero. Un analisis del WFP y Aghrymet Regional Center ha calculado que por cada hectárea de suelo rehabilitado en Níger se pueden almacenar seis toneladas de CO₂ anuales. Solo en 2021 se recuperaron 40.000 hectáreas en ese país (unos 90.000 campos de futbol).
Manejar los crecientes shocks climáticos mientras se invierte en la recuperación de los ecosistemas es el imperativo de nuestro tiempo. Por eso necesitamos construir mecanismos en el sistema humanitario que contribuyan a amortiguar la severidad de los impactos, que construyan resiliencia para enfrentarlos, que impulsen la seguridad alimentaria y que ofrezcan un futuro de prosperidad y no de dependencia. Para conseguirlo, el PMA y otras organizaciones necesitamos financiación, puesto que las iniciativas de resiliencia integrada necesitan programarse a gran escala y durante varios años para tener un impacto positivo sobre la vida de la gente. La asistencia alimentaria en emergencias sigue siendo una prioridad, pero solo si se combina con programas de resiliencia tendrá un verdadero efecto transformador.
Las agencias humanitarias nos encontramos en una encrucijada crítica. O aceptamos el desafío de satisfacer las necesidades inmediatas y, al mismo tiempo, contribuimos con programas de resiliencia a fortalecer sistemas alimentarios rotos o frágiles, o continuaremos apagando fuegos mientras nuestra casa común, la Tierra, colapsa. Desde hace años debatimos sobre los efectos devastadores, actuales y futuros, de la crisis climática en foros como la COP27 y, de hecho, los diálogos siguen siendo clave. Pero dar el paso y actuar es lo que necesitamos ante una situación sin precedentes en la historia. No se puede seguir discutiendo el cuándo. El momento es ahora.
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