Ha circulado mucho esta semana un dato que enciende las alarmas: LaLiga no sólo es el campeonato grande que más expulsiones vive; es que su total, 113, excede la suma de las de la Seria A, Bundesliga y Premier, 50, 33 y 28 respectivamente. ¿Vivimos un fútbol tan rufián?
El dato se ha disparado (se puede decir que se dobló) desde que Medina Cantalejo, presidente del Comité, dictó instrucción de severidad contra las entradas duras. Frente al escándalo que provoca el número desorbitado de expulsiones esgrime el de la menor cantidad de lesiones en nuestro campeonato. Haciendo la comparación más extrema, con la Premier, que tiene la cuarta parte de expulsiones, contrapone el dato de sólo dos lesiones graves aquí por 12 allí. Y en general muchos menos días perdidos por baja médica de jugadores en nuestro fútbol.
He consultado a una cuarentena de personajes cuyo criterio respeto particularmente y no encuentro reconocimiento a ese posible beneficio. Domina la opinión de que el arbitraje español está viciado por una desconfianza del árbitro hacia los jugadores y por una implicación emocional negativa. Se le ve muy proclive a sentirse engañado u ofendido, de piel mucho más fina que los de por ahí fuera, o incluso que de ellos mismos cuando salen a arbitrar en la Champions. Yo veo una causa remota, cuando tras la prohibición de extranjeros en 1962 nuestros clubs se volcaron en traer oriundos, falsos o verdaderos, la mayoría de Argentina y Paraguay. Está mal decirlo, pero trajeron una escuela de dureza y fingimiento que aquí no existía, pero a la que muchos locales se adscribieron gozosamente. Es casi desde entonces que el árbitro español se mueve con incomodidad y contraataca con autoritarismo desproporcionado. Es paradójico en este sentido que el que pretende pasar por más dialogante, Mateu Lahoz, tenga el récord en tarjetas por protestas, 17.
Las protestas pueden parecer más eje del problema de lo que son, por lo que molestan, pero del total de amarillas 1.432, las mostradas por protestas, 145, sólo constituyen el 10 %. Jugadores y entrenadores se quejan más bien de que aquí el árbitro es un elemento ajeno al fútbol. Se piensa que lo han jugado poco o nada, que no interpretan el espíritu de la norma sino ciegamente la letra y más ahora que se la cambian cada poco. Que no se sienten parte del fútbol, sino metidos en un medio ajeno y cargados de un excesivo poder con lo que descargan su frustración a golpe de tarjeta.
Ellos por su parte agradecerían que la AFE instara a los futbolistas a un mejor comportamiento, que señalase y combatiese las actitudes peligrosas y los fingimientos, daños que el colectivo se inflige a sí mismo. También que los medios, en especial la tele, fuéramos más rigurosos con esas cuestiones. Este era un tema en el que insistía mucho Michael Robinson, que venía de una escuela tan distinta, pero predicó en el desierto.
Por su parte, el mundillo de los dirigentes ve nuestro arbitraje muy caro (aquí salen a unos 250.000 euros al año, por 110.000 en la Premier, 120.000 en la Bundesliga a 100.000 en la Serie A) y dirigido por la Federación de una forma ineficaz y nebulosa. No se sabe ni el cómo ni el porqué de ascensos y descensos, no se ve un criterio en la dirección, se les tiene uno por uno por mejores de lo que el mal funcionamiento del sistema les hace parecer, se ve al VAR como un nuevo elemento de confusión para el árbitro de campo y al cuarto árbitro como un encizañador con ganas de hacerse notar distrayendo al principal con detalles del banquillo.
Me temo que estamos lejos de la solución.
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