Los ataques con sustancias corrosivas son delitos sin agravante de género en 25 de los 32 Estados de México. Esa característica legal y la falta de procedimientos con perspectiva de género para juzgar esta violencia abonan la impunidad, porque las penas son menores. Muestra de ello es el aumento de estas agresiones en los últimos años, dirigidas a lastimar y a “marcar” a las mujeres. En lo que va del año, la Secretaría de Salud registra ya 47 ataques de esta clase. Los casos de Luz Raquel Padilla y una pequeña de 11 años quemada en un albergue -ambos en el Estado de Jalisco- o el testimonio de Liliana Torres, en Nuevo León, o el de María Elena Ríos, en Oaxaca, son solo algunos de los que han tenido visibilidad mediática por el grado de ensañamiento hacia las víctimas. Detrás, hay un panorama todavía más complejo y difícil. Y un debate legal que contribuye a la falta de justicia. De cada caso que se hace mediático y viral hay decenas de los que nadie da cuenta.
El Código Penal Federal, en el apartado de delitos contra la Vida y la Integridad correspondiente a lesiones, indica que “se impondrán de cinco a ocho años de prisión al que infiera una lesión de la que resulte una enfermedad segura o probablemente incurable, la inutilización completa o la pérdida de un ojo, de un brazo, de una mano, de una pierna o de un pie, o de cualquier otro órgano; cuando quede perjudicada para siempre, cualquiera función orgánica o cuando el ofendido quede sordo, impotente o con una deformidad incorregible”. Y precisa que serán de seis a diez años de prisión, al que infiera una lesión a consecuencia de la cual resulte incapacidad permanente para trabajar, enajenación mental, la pérdida de la vista o del habla o de las funciones sexuales.
En los siete Estados en los que las lesiones con sustancias corrosivas están tipificados como agravantes, las penas pueden alcanzar hasta 14 años, como es el caso de Baja California Sur, o hasta 40 años de cárcel en Oaxaca. En estos Estados la legislación local permite, además, que el factor de género imponga penas más severas. Además de estas dos entidades, el delito está tipificado en Aguascalientes, San Luis Potosí, Hidalgo, Ciudad de México y el Estado de México. Actualmente, está en discusión en la Cámara de Diputados una iniciativa para agregar esta agravante en el marco de la ley de acceso de las mujeres a una vida libre de violencia.
A Esmeralda Millán la atacaron con una sustancia que, asegura, no solo era ácido. Lo sabe porque desde 2018, cuando ocurrió, buscó ayuda y encontró a otras mujeres víctimas y sobrevivientes de estos ataques en la Fundación Carmen Sánchez: “Hablando con algunas de ellas, compartiendo los síntomas y los efectos de nuestras heridas, comprobé que las mías habían sido distintas. No respondía a una sola sustancia, estoy segura de que mezclaron varias por cómo reaccionó mi cuerpo al contacto con el agua”, cuenta. Era el 2 de diciembre de 2018, cerca de las seis de la mañana. Esmeralda, que tenía entonces 24 años, salía de casa acompañada por su madre, en el Estado de Puebla, cuando su expareja y también padre de sus dos hijos, acompañado de otras tres personas, las interceptaron y le vaciaron encima un líquido que le quemó la cara, el cuello, el pecho y partes de los brazos y las manos. Todas resultaron quemaduras de tercer grado.
El agresor de Esmeralda permanece en la cárcel desde entonces, a la espera de que se celebre una audiencia intermedia para poder dar seguimiento y llegar a la sentencia condenatoria. Sin embargo, cada vez que se ha intentado llevar a cabo ese procedimiento, algo sucede con la defensa o la situación del presunto culpable y queda trunco. El de Esmeralda es revisado por las autoridades como un intento de feminicidio, algo que es complejo de aplicar en otros casos como este.
Las abogadas Ximena Ugarte y Verónica Garzón, del Instituto Mexicano de Derechos Humanos y Democracia, IMDHD, aseguran que para que un ataque con un agente corrosivo en contra de una mujer pueda ser tratado más que como una lesión tiene que investigarse desde el origen de la sustancia corrosiva hasta los pormenores del suceso, una situación que dificultaría aún más el proceso. “Es importante visibilizar estos ataques como violencia feminicida, relacionada con estereotipos y con la situación de control, poder y subordinación que son parte de la saña con la que se cometen estas lesiones. Cometerlos con sustancias corrosivas tiene la finalidad de generar lesiones difamantes y degradantes, es decir, permanentes, que generalmente son ocasionadas en lugares vitales, y, además, que dejan huellas o marcas en las mujeres que le recuerden constantemente el hecho delictivo que se cometió en su contra”, explican.
Para estas abogadas, los delitos con sustancias corrosivas en contra de las mujeres tendrían que ser, primero, evaluados con perspectiva de género. Analizar, como indica la jurisprudencia internacional, que todo delito contra una mujer, tiene que ser forzosamente investigado con ese matiz. “Podemos hacer un catálogo enorme de delitos especializados, que tampoco creemos que solucionaría el tema, pero lo importante es que las autoridades ejecuten la ley con perspectiva de género. La perspectiva de género ya dejó de ser algo ‘abstracto’ desde hace muchísimos años”, reiteran.
La fundación Carmen Sánchez lleva su propio registro ante la falta de datos oficiales sobre cuántas mujeres han sido atacadas de este modo en las últimas décadas. Ellas han iniciado su conteo en 2001: llevan 34 casos, el más reciente es del 1 de agosto, en el Estado de Puebla; de las 28 víctimas mujeres, solo 22 han logrado sobrevivir. La mayoría tenía entre 20 y 30 años de edad. En el 85% de los casos el instigador fue un hombre: cinco de ellos eran parejas y 11 exparejas sentimentales. El 90% de los ataques desfiguró el rostro de la víctima.
Ximena Canseco, cofundadora y vicepresidenta de la fundación, indica que existe en México una pedagogía de la violencia que muchos hombres, socializados dentro del patriarcado, hacen uso en su forma de relacionarse con las mujeres. “Los ataques con ácido no son aislados, son el desenlace de una serie de cosas que ellas vivieron previamente. Lo grave es que muchas de las afectadas ya eran sobrevivientes de feminicidio antes de la agresión química, y que después de eso siguen siendo víctimas de otras violencias: la institucional, la precariedad económica, la vulneración de todos sus derechos”, explica.
María Elena Esparza Guevara, maestra en desarrollo humano, y quien ha investigado y estudiado la violencia machista en México, señala que los últimos casos conocidos agregan, además, el factor de la discapacidad. En el caso de Luz Raquel Padilla y de la pequeña de 11 años quemada en un albergue de Tonalá, la violencia fue desatada debido a la intolerancia social ante la enfermedad mental de dos menores. “El tema de la discapacidad nos hace ver que no es solo un asunto de Gobierno. ¿Hasta dónde llega la intolerancia en ese sentido? Ser madre de una persona con discapacidad, al parecer, hoy es una agravante de la vulnerabilidad a la que están expuestas las mujeres en este país”.
“Lo hacen porque pueden”
Esparza Guevara asegura que un ataque con fuego tiene que ver sobre todo con el mandato de belleza. “El objetivo no es solamente asesinar, sino marcar más allá de eso. Están marcando y agrediendo desde ese mandato de belleza, porque el fuego destruye tu cuerpo, para quienes mueren es una muerte larga y dolorosa y para quienes sobreviven, el tamaño del estrés postraumático es gigantesco”, dice. Esmeralda Millán, sobreviviente, ha rectificado, con su testimonio: “A lo mejor llegará un punto donde estemos un poco mejor, pero las cicatrices y heridas que tenemos dentro van a tardar en sanar. Porque te tienes que reconstruir en todos los sentidos. Yo, recién salí del hospital, llegué a casa y al ver las miradas de impresión de mis hijos y verme en el espejo, sentí que me quería morir. Yo no quería esta vida. A quienes nos atacan de esta forma, nos dejan muertas en vida”.
Además, hay un mensaje claro que mandan estas agresiones a una sociedad cada vez más acostumbrada a la violencia. Ximena Canseco lo explica: “el mensaje que lanzan estos agresores es para todas las mujeres del país: la próxima podrías ser tú. Y a los agresores y hombres violentos les dice y les enseña cómo violentar”. Yazmín Ramírez, psicóloga de acompañamiento en la Fundación Carmen Sánchez, coincide: “Lo hacen porque pueden. Hay todo un aparato que ha sido la base para poder construir de menor a mayor una serie de violencias”, asegura.
Ramírez explica que el sistema ha sido configurado para creer que los atacantes son “seres monstruosos”, no funcionales, y enfermos, que a simple vista parecen indefensos e incapaces de hacer daño. “Mentira, son hijos sanos del patriarcado. Y queremos insistir en eso, porque puede ser nuestro padre, nuestro hermano, ese que vemos muy decente, en la política, en una serie cinematográfica, todos los hombres, todas las mujeres, hemos sido construidas en un sistema patriarcal”.
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