Hace unas semanas alguien me preguntó cómo ha sido trabajar en una institución pública española siendo inmigrante. La cuestión vino a raíz de un dato que solté en nuestra conversación y que había leído días atrás en el Informe sobre la Integración Laboral de la Inmigración del Observatorio Español del Racismo y la Xenofobia (OBERAXE) 2022. Mientras que un 20% de los ocupados españoles trabajan como asalariados para el sector público, solo el 2,5% de los extranjeros ocupa alguna vacante de las administraciones a nivel local, regional o nacional. En el Ayuntamiento de Madrid, donde trabajo, la cifra es de 1,95%.
Estaba meditando la respuesta cuando una imagen se me vino a la cabeza. En uno de los plenos de economía de la ciudad, al que asistí, se abordó el tema del desempleo de personas extranjeras, y específicamente, el hecho de que el único paro que aumentaba en Madrid desde mediados de 2022 era el de no comunitarios.
El debate se abrió y las posturas, salvo contadas excepciones, se movían de la empatía a la condescendencia y a la hostilidad. Eran en su mayoría construcciones etnocéntricas, economicistas y paternalistas. Cuando caí en cuenta de ser el único inmigrante en la sala, pensé que por anónima que fuera mi presencia en ese foro, al menos uno de “los nuestros” estaba escuchando. Para mí, que he vivido el periplo del desempleo, el autoempleo y el emprendimiento, era un debate crucial. Sin embargo, no pude leerme en la mayoría de esos relatos y reflexiones. Hablaban de nosotros sin nosotros. Y pasa en la política, en el sector privado, en las ONG, en los medios, y en muchos escenarios donde se construyen los conceptos y narrativas que orbitan en torno a los migrantes.
Mientras que un 20% de los ocupados españoles trabajan para el sector público, solo el 2,5% de los extranjeros ocupa alguna vacante de las administraciones a nivel local, regional o nacional
Por bienintencionados y necesarios que sean los debates, hay algo que no se logra resolver del todo: los extranjeros seguimos en silencio. Solo en Madrid, el 15,7% de la población tiene una nacionalidad extranjera. Ninguno de sus acentos, sus experiencias y sus aportaciones a diversos rincones de la vida cotidiana se escuchó esa mañana. Ni en la definición de la reciente reforma a la Ley de Extranjería, ni en los debates estructurales sobre emprendimiento y empleo, ni en la creación de modelos de ciudad o de país. Se ignora la pluralidad que habita dentro de la diversidad migrante, se evitan las voces que cuestionan ese paradigma en el que somos víctimas o victimarios. Siempre sujetos del problema, del reto, del desafío y rara vez de la oportunidad.
Y entonces cuando hace falta la nota de diversidad, cuando se necesita el guiño a la multiculturalidad o cuando es rentable tomarnos de la mano, se sustraen trozos de nuestras identidades e historias. Y cada vez que eso sucede, ahonda la desafección de quienes no pueden leerse en ninguna línea de esas narrativas, de quienes han aprendido a vivir (y sobrevivir) en los márgenes del NIE, y de quienes, teniendo tanto que decir, solo pueden escuchar.
Cuando tuve que dar una respuesta, solo se me ocurrió decir que escribiría algo al respecto, con la esperanza de que la próxima vez que un inmigrante esté presente en un debate de lo público, tenga también la oportunidad de opinar sobre aquello que le atañe.
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