Mientras huía de los talibanes, Nasrat repetía una frase: “Tengo que permanecer vivo, tengo que permanecer vivo”. “En Afganistán vivíamos con miedo”, dice Nasrat al recordar aquel agosto de 2021 en que el régimen talibán entró a la capital Kabul. “Yo no podía quedarme en mi casa ni permanecer en un lugar por muchos días porque había una amenaza directa contra mí. Cuando los talibanes llegaron al poder, todos en mi comunidad sabían que yo trabajaba para una organización estadounidense así que era muy posible que vinieran por mí a la casa y me arrestaran”.
Nasrat no es un político sino un ambientalista egresado de la Universidad de Kabul con un grado de maestría que obtuvo en India. No había cometido ningún delito pero era un objetivo para el régimen fundamentalista por el simple hecho de trabajar con Wildlife Conservation Society (WCS), una ONG con base en Nueva York y pertenecer a una minoría étnica llamada Hazara, que históricamente ha sido atacada por los talibanes. “Yo era el blanco principal en mi familia y por eso anduve de casa en casa, con amigos o parientes. Nunca me quedaba en mi hogar mucho tiempo o lo hacía muy raramente, a veces iba en las noches y muy tarde. Simplemente iba a mi casa, visitaba a mi familia y luego me iba a otros lugares”.
Para Nasrat, perseguido y con miedo, no hubo otra opción que salir de Afganistán. “Tuve que huir de Kabul. Fue algo terrorífico pero yo no podía permitir ni aceptar el riesgo de quedarme porque mi familia depende de mí… así que yo tenía que permanecer vivo”, cuenta Nasrat mientras mira hacia la ventana de un departamento ubicado en el cuarto piso de un edificio en el Centro Histórico de la Ciudad de México.
La ciudad mexicana es el lugar donde hoy se refugia Nasrat. Aquí vive junto con su esposa, sus tres hijos y las familias de otros 5 ambientalistas que apenas hace un año recorrían las montañas de Wakhan para rescatar al leopardo de las nieves, un magnifico felino del que solo quedan alrededor de 140 ejemplares.
Como si fuera una comuna, estas familias comparten cuatro departamentos de este edificio desde cuyas ventanas se miran los típicos comercios de refacciones eléctricas. Entre todos se las arreglan para cocinar comida afgana (el arroz con arándanos es indispensable) y aprender español mediante una triangulación idiomática peculiar: tienen una profesora con la que van del afgano al inglés y de ahí al español.
Después de una de esas clases y para agradecer a quienes hicieron posible que salieran de Afganistán, narran cómo fue que pasaron de ser rescatistas a rescatados, de protectores de animales en peligro de extinción en las nevadas montañas de Asia Central a protegidos que se refugian en el populoso y caótico centro de la Ciudad de México.
Huir o morir
María tiene 24 años y el bebé que actualmente espera (y que muy probablemente nazca en México) es la única certeza que tiene de su futuro. Mientras vivió en Afganistán, tuvo un proyecto definido: graduarse, viajar, estudiar una maestría en India y volver a su país para ejercer su profesión, pero la entrada del régimen talibán provocó un cambio radical en esos proyectos.
“El gran riesgo para mí es que pertenezco a un grupo minoritario, los Hazara, y los talibanes eliminan a los grupos minoritarios del gobierno y la política. Y el otro gran riesgo es que soy mujer y ellos no permiten que las mujeres salgan para ir a la escuela, la universidad o siquiera tener un trabajo”.
María está casada con Hashim Rooyesh, un medioambientalista especializado en cambio climático que colaboraba, igual que Nasrat, con la WCS en Afganistán. Hashim elaboraba un estudio sobre pastizales y protección de animales en la meseta de Bamiyan cuando los talibanes entraron a Kabul, ciudad en la que vivía con su esposa.
Fue un momento difícil porque en su mente aparecieron los recuerdos de las varias veces que su minoría étnica ha sido víctima de los fundamentalistas. “Por mucho tiempo los Hazara han sido destruidos y atacados por los terroristas, si menciono todos los ataques que sufrimos probablemente quedarías en shock. Uno de los más grandes fue en un centro educativo donde se daba un curso con jóvenes menores de 20 años que estaban estudiando para la modernización del país. Los atacaron el pasado 30 de septiembre; murieron 35 y más de 100 quedaron heridos”. El terror a vivir en ese régimen terrorista impulsó a la pareja a tomar el mismo camino que Nasrat: huir de Afganistán.
Esa misma decisión tomó también Ali durante una mañana en la que recibió una llamada de parte de su familia mientras hacía labor de campo en las montañas, como conservacionista de aves y felinos. “Recibí una llamada de mi familia preguntando: ‘¿dónde estás, Ali? Tienes que venir a casa porque los talibanes han entrado a la ciudad’. En ese tiempo sucedieron situaciones terribles y estresantes”. Ali, igual que Nasrat y Hashim, es un medioambientalista contratado por la WCS. Su trabajo como rescatista de aves lo convirtió en un objetivo talibán por trabajar con extranjeros y pertenecer a los Hazara.
A partir de aquella llamada, Ali y su familia se mudaron a Gazni (ciudad al sur de Kabul) para evadir a los talibanes, pero pronto comprendieron que escapar era algo imposible. “La mayoría del tiempo me quedaba dentro de la casa porque si los talibanes te encuentran en la calle, checan tu teléfono y se dan cuenta de las personas extranjeras con las que trabajas y entonces te secuestran y te encarcelan”, cuenta Ali, quien hoy ocupa uno de los departamentos del Centro Histórico junto con su esposa y sus cinco hijos.
La dolorosa lista
Agosto de 2021. Las tropas estadounidenses evacúan Afganistán y dejan el campo libre para el regreso de los talibanes. En la memoria colectiva queda la imagen de hombres y mujeres afganos que se aferran al fuselaje de los últimos aviones militares en los que las tropas estadounidenses abandonaron el país. Ali es contundente en su recuerdo. “La mayoría de la gente se apresuró al aeropuerto; niños, mujeres, hombres, funcionarios del gobierno, personas corriendo hacia el aeropuerto para tratar de escapar”.
Estos medioambientalistas que hoy viven en México quedaron atrapados en medio de esa realidad. “Nos comunicamos con varios conservacionistas para tratar de salir pero no había vuelos, las aeropuertos estaban cerrados”, resume Ali. Su historia cambió gracias a una cadena de ayuda humanitaria, desde colegas ambientalistas a abogados, que trazaron la ruta de escape en un plan que comenzó en septiembre de 2021. Originalmente el destino final era Estados Unidos pero las visas humanitarias en ese país son un proceso largo.
El primer eslabón de esa cadena de ayuda fue Tatjana Rosen, una colega que trabaja en el Cáucaso y que, junto con Alex Dehgan, había colaborado con los ambientalistas afganos. “Cuando vimos que la situación se deterioraba, decidimos unir fuerzas para ayudarlos”, dice Tatjana Rosen. Lo primero fue hacer una lista. También fue lo más doloroso porque solo esposas e hijos cupieron en el plan de salvación.
Tatjana y Alex comenzaron a contactar a más ambientalistas pero también abogados que les ayudaran. Cuando todas las familias tuvieron los pasaportes se dieron cuenta que la siguiente fase del plan era aún más peligrosa. “Las fronteras de Afganistán estaban cerradas por tierra y los aeropuertos fueron cerrados. La única opción era llegar a Pakistán o Irán para luego viajar a otro territorio. Pero necesitábamos saber cómo movernos en Afganistán con los pasaportes. Viajar de día era exponerse a mayor riesgo de ser arrestados”.
Así llegó diciembre, todavía sin un plan de huida pero convencidos de que la única vida posible era lejos de Kabul. Aun faltaban más eslabones de la cadena humanitaria , claves en el plan de cómo y a dónde huir.
Primero la explosión, luego la pesadilla
Hizbullah Adib habla bajito. Su voz se pierde en el pasillo que hay entre los departamentos que comparten en México, los cuales tienen un aire a cine mexicano de los noventa. Pero Adib no siempre fue taciturno y retraído: antes de que los talibanes entraran a Kabul, era un entusiasta joven guía de turistas en las montañas de Badakhshan, una provincia muy visitada por extranjeros que recrean la ruta de la seda.
¿En qué momento cambió su carácter? Cuando una bomba le explotó cerca de la cabeza y le impidió brincar el muro de la embajada estadounidense en Kabul, en agosto de 2021. “Muchos estadounidenses venían de vacaciones y eran mis clientes por lo que yo estaba en las listas de salida de muchas embajadas. Traté de entrar a la de Estados Unidos pero había una gran multitud. Estuvimos ahí por cuatro días hasta que sucedió una gran explosión. Ahí perdí a algunos amigos, los soldados estadounidenses no nos dejaban entrar, quedamos en medio de la guerra. Fue horrible”.
Desde entonces, las pesadillas suelen despertarlo constantemente: recuerda a los amigos que, como él, quedaron en medio del fuego. Era 18 de agosto. “La explosión impactó mi cabeza. No podía oír y perdí el olfato durante una semana”. Lo que siguió fue intentar la huida por el aeropuerto pero fue igual de inútil. Adib parecía condenado.
Hasta que recibió un mensaje de Tatjana, quien había logrado inscribirlo en la lista de afganos que saldrían como parte de un acuerdo con la Secretaría de Relaciones Exteriores de México. Por medio de un cuerpo de abogados, el segundo eslabón de la cadena humanitaria, se consiguieron boletos de avión para que los medioambientalistas y sus familias volaran a Irán y Turquía.
“Miré a mis hijos y vi que estaban felices”
Un día de septiembre de 2021, las tres hijas de Wali regresaron de la escuela llorando. No las habían dejado entrar por ser mujeres. “Yo conocía a los talibanes y su ideología en contra de la educación de las mujeres. Traté de preparar a mis hijas mentalmente pero en ese momento, al verlas llorar, pensé: ‘¿cómo van a sobrevivir sin educación?’, fue un shock”.
Sobre Wali pendía, además, una amenaza de muerte porque fue funcionario durante los 20 años de gobiernos anti talibanes. Nunca fue un político, sino un ecologista que llegó a ser viceministro de Medio Ambiente pero para los ojos de los extremistas era un colaborador de extranjeros. “Esos dos temas, particularmente el futuro de mis hijas… fue una especie de presión sobre mí al pensar qué sucedería con ellas”.
Wali vivió el mismo trance que el resto de sus colegas: buscar ayuda, no poder tramitar pasaportes, pensar en atravesar por tierra hacia Pakistán… todo eso fue imposible. Aquí aparece un nuevo eslabón de ayuda humanitaria que hizo posible que estos ambientalistas viajaran 13 mil kilómetros para aterrizar en la Ciudad de México. Rodrigo Medellín, el biólogo mexicano experto en murciélagos, consiguió que la oficina de temas internacionales y derechos humanos de la Secretaría de Relaciones Exteriores de México extendiera salvoconductos para todos ellos.
“Fue la subsecretaria Martha Delgado la que me ayudó a darles el apoyo consular a partir de que llegan a Teherán, en Irán. México no tiene consulado en Irán, pero ella tiene muchos contactos con otras embajadas y ahí los recibieron, les dieron el apoyo. Los pudieron meter al aeropuerto de Teherán, que también es difícil y luego ya la cónsul mexicana en Estambul los recibió en el aeropuerto y los pasó de un de un avión a otro”, explica Medellín.
En cada escala siempre latía el temor de que fueran detenidos. El primer grupo finalmente llegó a México el 23 de febrero. Delgado y Medellín los recibieron en la puerta del avión y se les dio trato protocolario. Un segundo grupo llegó en marzo. En ese contingente llegó Wali con su esposa y sus ocho hijos. “Somos una familia numerosa”, dice con humor.
“Cuando llegué México casi se me salen las lágrimas. Recuerdo muy bien que el cielo se veía azul con algunas nubes, había un viento placentero y en ese momento vi que mis hijos miraban a las personas trabajando, hombres y mujeres, sin diferencia entre ellos. Miré a mis hijos y vi que estaban felices”.
Los afganos mantienen la vista en el futuro y confían que lo mismo que los mantuvo a salvo en Afganistán, les permita tener un final feliz en su travesía por México. Y eso se entiende cuando se escucha una frase que Wali recita un par de veces. “Soy un musulmán, vengo de un pueblo musulmán y los musulmanes siempre creemos; todo el tiempo tenemos fe; así que estoy seguro de que algo bueno sucederá”.
Y lo repite: “Soy musulmán y tengo fe”. Nasra, por cierto, es hoy una prueba de esa fe: junto con su familia es el primero que ha conseguido la visa humanitaria en Estados Unidos.
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