La Alameda de Santa María la Ribera es, vista desde arriba, un rectángulo verde dibujado en medio de una de las colonias más antiguas de Ciudad de México. Un pabellón de hierro marca el centro de la plaza y desde ese punto salen las diagonales que definen los caminos por los que pasean los visitantes. Las rectas están interrumpidas por cuatro fuentes que sueltan agua de día y se vacían de noche. Allí, junto a una de ellas, se arma el baile cada domingo. Cumbia, mambo, salsa o cha cha chá. El sonidero, Joel García, reúne a vecinos de la colonia y de municipios alejados desde hace 12 años, de 12.00 a 19.00. Son personas como Ángela, Hugo, Dalia, Elena, Teresa o Francisco que quieren seguir bailando pese a la decisión de la alcaldesa de Cuauhtémoc, Sandra Cuevas, de prohibir esos encuentros.
El pasado fin de semana se manifestaron contra la decisión. Algunos de los vecinos se rehúsan a ser reubicados en espacios cerrados, como propone la alcaldesa, y se comprometen a respetar los 65 decibeles permitidos y a pagar la electricidad que necesitan los equipos de sonido. Pero la dirigente argumenta que recibió quejas por el ruido y sostiene que la decisión “está tomada”. La protesta del domingo acabó con un enfrentamiento y con el cese de dos funcionarios de la alcaldía que agredieron a los manifestantes. Unos días después, Cuevas expresó su determinación de dejar la política en 2024. La polémica tiene el sello de Cuevas, que ha hecho desaparecer los rótulos de los puestos ambulantes en toda la alcaldía o ha borrado murales históricos de la colonia Tepito.
Pese a la prohibición, este domingo los vecinos volverán a bailar. Teresa, de 65 años, se pondrá un vestido “limpio y planchado” para bailar con Hugo, el Melao, que vendrá desde Iztapalapa, casi dos horas en transporte público para llegar. Dalia, de 48, llegará con su esposo, que aprendió los pasos allí; después de un tiempo sin bailar regresó hace seis meses y las secuelas de la covid-19 han empezado a desaparecer. Francisco (67), que ha estado juntando firmas para que el baile siga –más de 500 hasta este viernes por la mañana– acudirá si no tiene que trabajar y también lo hará Elena (42), que cree que el baile se debe proteger. Ángela, de 77, llegará después de misa, con el pelo negro bien peinado y el paso ágil.
Ángela Hernández, la “rumberita”
Dice Ángela Hernández (Tecamac, Estado de México, 77 años) que ya bailaba en el vientre. O eso es lo que le contó su madre. “Cuando tenía yo tres años no nos dejaban ver películas rumberas, pero mi mamá sí, me ponía en sus piernas, me abrazaba y me dejaba verlas. Yo de ahí aprendí a bailar. Desde chica, una rumberita”, cuenta. A los 15, empezó a ir a las “tardeadas”, reuniones que se hacían en las vecindades o en edificios con espacio amplios para bailar. “Domingo tras domingo tras domingo nos comunicábamos: ‘¿A dónde va a haber tardeada?’. Y ya corríamos y allí íbamos”, recuerda. Después, empezó a ir a salones y al final llegó a la Alameda de Santa María la Ribera. Vive cerca. Un día pasó y se sumó.
“Veía bailar a señoras grandes, de mi edad, con sus nietos, con sus hijos. Oiga, qué bonita convivencia”, dice. La cita pronto se convirtió en una rutina de los domingos después de misa. “En los tiempos que estamos viviendo, a muchas personas el dinero no nos alcanza. Hay veces que no tengo dinero ni para ir de aquí a San Cosme [a un kilómetro]. En cambio aquí salgo yo de mi casa y estoy a una cuadra, es un deleite venir a relajar. Ver el agua, sentir la música. Me compro un chicharrón y bien sabroso me lo como”. Toma el aire, hace ejercicio: “Se nos dice que el mejor ejercicio es la natación, pues no tenemos posibilidades de natación. Así es que si uno baila es saludable”.
Por eso no quiere que desaparezca el espacio. “No tiene caso que vengamos a estar en una banca. Vendremos, pero estaremos como un trapo viejo aquí nomás cabeceando. Si nos quitan las cosas nos dejan como plantas secas, como momia”, lamenta. Hernández dice que nota “mucho rencor y mucha rabia” hacia los vecinos: “No se vale. No se vale que lo que no nos da, nos lo quite. Cómo no va a dar tristeza que nos quiten nuestros derechos para vivir tranquilos”. “Ahorita vienen a poner pretextos de toda índole: que tomaban, que la música estaba alta… Pero no era así, no es cierto”, dice, y bromea: “Qué bueno que hubieran alzado más la música para que la gente ya viniera bailando desde lejos”.
Melao es una palabra dulce
“A mí me conocen en el ambiente del baile como Hugo Melao”, dice Hugo Hernández, el Melao (59 años, Ciudad de México). “Melao es una palabra dulce. Yo toda la vida fui muy empalagoso con las damas y se me quedó”, explica. Hernández está sentado en la cocina de su casa en Iztapalapa, donde almacena más de 15 altavoces y un tornamesa. La luz entra clara y en una de las paredes cuelga una foto de su madre ya fallecida. Él baila desde hace 44 años. Tuvo un sonidero con el que llevaba música a todos lados y formó un club de baile con 12 personas que se movían “todas igualitas”. “Ensayábamos y el fin de semana era clásico irnos al baile”, recuerda. Todavía sigue bailando, al menos, cinco días a la semana: “El baile se trae”.
Hasta Santa María la Ribera empezó a ir hace 11 años, cuenta. Los domingos hace dos horas en transporte público hasta allí porque el lugar “está muy adecuado” –habla del piso, del aire, de la música– y se siente en familia. “Ahí no encuentro ese rechazo que hay hacia las personas como yo”, dice Hernández, que ha ido perdiendo la vista paulatinamente y ahora casi no ve. Ha bailado en muchos lugares de Ciudad de México y en algunos ha sentido que “lo desplazan muy feo”. En la Alameda, en cambio, baila desde que llega hasta que termina, con el bastón retráctil pegado a la cintura. “A la mayoría de las mujeres de ahí les gusta bailar conmigo. No porque yo sea buen bailador, a lo mejor y sí, sino porque yo las respeto”, dice.
Hernández conoció bailando a su pareja. “Es Laura La Sabrosura”, cuenta. Se conocieron hace siete años y desde hace casi dos están juntos. “Pues se da. Va uno platicando, tiene uno una conversación, aunque sea pequeña, mientras está la melodía, y se da el número de teléfono. De ahí crece una amistad y de ahí una relación. Yo he tenido varias parejas en la Santa María”, cuenta Hernández. Bailando también ha conocido amigas con las que coincide cada domingo, como Diana, Gloria o Teresa. “A veces hasta atractivos somos para todas las personas que van a ver. Llegan turistas de Italia, de Puerto Rico, de Estados Unidos”, dice Hernández. “Vamos a luchar lo más que se pueda para que no nos quiten el espacio. ¿En qué le afecta a la señora Sandra Cuevas que nosotros bailemos? Namás lo único que queremos es bailar”, dice.
Una “salvación” para Dalia García
Hubo un tiempo en el que a Dalia García (48 años, Ciudad de México) le daba tristeza escuchar la música. Había estado tres meses conectada a un tanque de oxígeno tras contagiarse de covid-19 y creía que no iba a volver a bailar. El cuerpo estaba dañado y su ánimo por el piso. “No toleraba escuchar esa música porque me dolía muchísimo no poder bailar”, dice en un café de Coyoacán, al sur de Ciudad de México, donde vive con su esposo y sus dos hijas. García es ama de casa, modista, locutora, estudiante de lengua de señas y bailarina de danzas folclóricas. Volvió a la Alameda porque el médico se lo recomendó: “A veces hasta lloraba ahí en pleno baile, es algo que no sé explicar”.
Desde hace seis meses ha ido cada domingo. “Ha sido como una terapia muy padre porque me ha ayudado a sanar. No al 100%, pero se puede decir que la depresión está casi superada”, cuenta. “Ahí te olvidas de todo. He platicado con gente más grande que yo, algunos viudos, que me dicen que si no vinieran a bailar, se morirían de tristeza. Bailar es lo que me anima cada ocho días. Esperas con ansia que llegue el domingo para venir a disfrutar, para ver a tus amigos, porque realmente todos somos amigos ahí”. Allí conoció, por ejemplo, a Ivonne, una mujer que cada domingo la abrazaba nada más llegar: “Híjole, era una salvación”.
García baila en la Alameda desde hace cinco años. “Desde que pasamos esa vez, nos enamoramos de ese kiosko”, dice sobre el pabellón de hierro en el centro de la Alameda diseñado en el siglo XIX con motivos que recuerdan a la arquitectura mudéjar. “Es nuestra ruta cada ocho días. Los domingos, como la señora, con los tacones, las medias y la falda. Procuramos llegar a las 12.00, encontrar sombrita, un banco… Y nos vamos a las seis o siete. A veces nos quedamos con un grupito a seguir disfrutando todavía un rato más”, dice. “Ve cuánta gente lo disfruta. El baile es todo, el baile nos llena”, agrega, y termina: “Lo tienes que sentir para poder transmitir esa felicidad”.
Elena de la Torre: “La decisión lesiona nuestros derechos como colonos”
Elena de la Torre (42 años, Ciudad de México), profesora de Literatura y Redacción en un colegio de la Universidad Nacional Autónoma de México, vive desde hace 16 años en Santa María la Ribera. Llegó allí por primera vez a los nueve años, a visitar el Museo de Geología que se encuentra en uno de los laterales de la Alameda, y volvió para instalarse de adulta. Conoció el sonidero un domingo en que su familia la vino a visitar desde Tláhuac. “Estaba el baile y nos incorporamos con los sobrinos, mis papás, con mi esposo”, cuenta. Los domingos, si no baila, mira bailar: “Hay muy buenos bailadores. Sobre todo gente de la tercera edad que vienen todos guapísimos”. Y llegan de todos lados: de Pachuca, de Puebla, de Zumpango, de Tlalnepantla… “Eso de que hay drogas, de que hay alcohol, es completamente falso”, responde a las acusaciones de Cuevas.
“A veces vemos a la gente de la tercera edad muy olvidada y ahí la podemos verla en otro estado, que es conviviendo, viniendo desde ciertos lugares, arreglándose para venir y disfrutar el baile”, dice De la Torre. La profesora cree que la decisión de prohibir el sonidero, en cambio, “lesiona” sus derechos “como colonos”: “Es un espacio que se ha ganado. Ahorita puedes verlo muy tranquilo, se ha llenado de convivencia, pero antes no era así”. Varios vecinos defienden que actividades comunitarias como esta han contribuido a que los índices de violencia en la colonia bajen en los últimos años, en los que la zona también ha mostrado síntomas de gentrificación. Para la profesora, la decisión de Cuevas es “una forma de eliminar la cultura popular” y cosas que “puedan verse feo”. “Quieren una colonia para jóvenes con más poder adquisitivo, a lo mejor más blanquitos”, lamenta.
Teresa Orozco encontró una familia en la Alameda
Desde hace ocho años, Teresa Orozco (65 años, Ciudad de México) acude sin falta a la cita de los domingos en la Alameda: “Cuando Dios me permite abrir los ojos, ya estoy rápido cantando y pongo mi agua para bañarme, estoy barriendo con mucho gusto, tendiendo mi cama, trapeando, haciendo algo de comer para mi niña que se queda y ya a las meras 10.30 estoy poniendo mis bancos, mi sombrilla, mis tacos o mis tortas para venirme. Paso al mercado, compro dos cocteles, uno para una amiguita y uno para mí, y ya vengo llegando a las 12. El corazón se me sale. Ay, qué bueno. Entre semana, me quedo esperando que sea domingo”.
No ha faltado ni un día, salvo por el tiempo en que el parque estuvo cerrado durante la pandemia. Y entonces, se las arregló para bailar en otro lugar. “Le buscamos, somos personas que toda la semana trabajamos y un ratito venimos a alegrarnos como si fuéramos familiares todos. Y buenos días, buenas tardes, qué trajiste, te traje una torta, te traje un dulce, te traje esta estampita, te traje una rosita”, cuenta Orozco. Su familia de cinco amigos se formó hace más de una década, en otros bailes, y se mantiene unida. Son, además de ella, Chela, Gloria, Diana y Melao. “Señora, usted baila medio raro”, le dijo él y le enseñó a bailar mejor.
“No nos conocíamos, pero haz de cuenta que como que Dios nos puso en un camino”, cuenta. Además de los domingos, a veces se reúnen los sábados. “Vamos a mi casa y estamos bailando y oyendo música y platicando”, cuenta. Orozco vive a 10 minutos de la Alameda y este jueves llevaba un vestido blanco, medias negras caladas, zapatillas con plataforma y un saco negro elegante; aros dorados y los ojos maquillados con verde y rosa; el pelo cortito teñido de rojo y bien pegado a la cabeza, las cejas pintadas. El baile, a veces, le hace olvidar momentos tristes. “Aquí haz de cuenta que dejo todo… ¿Cómo te diré? ¿Cómo será?”, dice mientras busca las palabras y los ojos se le humedecen. “Vengo a ver a mi familia”, explica.
Francisco Urrutia: “Si sacudes el cuerpo, algo se va a caer”
Es de noche en la Alameda y los faroles iluminan los caminos cubiertos de árboles antiguos. La vida, en la colonia, transita por allí. Francisco Urrutia, la barba y el pelo blanco atado en una cola, sostiene papeles en los que reúne firmas para exigir que el sonidero no desaparezca. En “aquel despilfarro de la juventud” le encantaba el danzón; también la cumbia y la salsa. Y “copiando y arremedando” aprendió en centros sociales y en cabarets a bailar esos ritmos. Hace más de 30 años, vivió su propio infierno, dice: “Hice cosas de las cuales no estoy nada orgulloso. Lo fui trabajando piano, pianito, y me reinventé con la ayuda de mis maestros”. El baile, asegura, puede ser una herramienta en procesos como el suyo: “El cuerpo es el archivo del alma. Si lo sacudes, algo se va a caer”.
Urrutia (67 años, Ciudad de México) es hoy terapeuta en un pequeño local a metros de la Alameda. No acude todos los domingos a bailar porque muchas veces trabaja. Hay épocas en las que pasa un mes sin ir, pero no lo abandona, desde hace 10 años, porque “es un punto de reunión”. “Hay quienes se casan dentro del baile, aunque no estén casados. Coinciden, vienen, se visten más o menos igual, se acoplan rebien”, cuenta Urrutía. De repente se pone de pie y comienza a balancearse. “Por ejemplo, ya sé que tú haces así y yo caigo”, dice y se mueve como si otra persona estuviera bailando con él: “Ella ya sabe lo que sigue, es intuitivo, es mucha conexión”. A él, dice, le ha pasado: “Es hermoso”. “El baile es una tradición y recordemos que las costumbres hacen leyes”, dice, y continúa: “Nunca habían intentado quitarnos. Perderíamos la sana convivencia, el contacto, la alegría. ¡Hay quienes nomás llegan a mirar! Perderíamos autoestima como barrio, como pueblo”.
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