A pesar de la alharaca mediática que suscitó que la presidenta de la Corte no se levantara cuando el jefe del Ejecutivo arribó al presídium del Teatro de la República, lo que hay que ponderar es que estos días los poderes aún hayan mantenido ciertas formas, pues no es cosa menor dado el gran choque en que se han trenzado las ramas del Estado mexicano.
El 5 de febrero Norma Piña, titular de la Suprema Corte, desató la inquina presidencial por quedarse en su asiento cuando llegó Andrés Manuel López Obrador a presidir la ceremonia por el aniversario 106 de la Constitución. Al desplante, el presidente respondió de tres maneras.
AMLO mantuvo las formas al encontrarse de nuevo, el 9 de febrero en la Marcha de la Lealtad, con Norma Piña. Aunque el presidente sigue poniendo a la ministra en un lugar lejano a su persona, no hizo del saludo en público un tema.
La segunda manera en que López Obrador respondió el gesto de Norma Piña fue atribuyéndose la posibilidad de la independencia en la Corte. Si esta ministra es presidenta de la Suprema es porque yo permito ahí la libertad que antes no tuvieron, fue el mensaje de Palacio Nacional. Intento de tutelaje disfrazado de apertura.
La tercera respuesta del presidente es la más delicada. En Palacio Nacional, en dos mañaneras distintas, se lanzaron sendos embates en contra de integrantes del Poder Judicial.
El presidente instó, ni más ni menos, al secretario de Marina y a Pablo Gómez, quien preside la Unidad de Inteligencia Financiera, a denostar y cuestionar a jueces y magistrados por no consecuentar sus diligencias contra presuntos criminales. No nos vengan con que la ley es la ley, fue prácticamente el coro de esos dos funcionarios.
No es la primera ocasión, por supuesto, en que desde la tribuna más mediática y con toda la fuerza del Estado el presidente fustiga a miembros del Poder Judicial. Pero el que uno de los instrumentos de ese embate sea un secretario armado y el otro un funcionario con potentes armas fiscalizadoras que este gobierno ha usado sin escrúpulos en contra de quienes se le resisten, no debe ser tomado como normal o intrascendente. Y menos en el marco de la agenda que se avecina.
El Poder Judicial revisará en las siguientes semanas parte de los cimientos que López Obrador quiere poner en su pretendido cambio de régimen. La militarización de la Guardia Nacional y el nuevo modelo electoral serán analizados por la Suprema Corte de Justicia de la Nación. En ambos casos están en juego pilares del ideario del presidente.
Seis reformas a las leyes electorales emprendidas por Morena y aliados serán impugnadas por diversos actores. La Corte ya tiene en capilla a dos de esas iniciativas, que forman parte del llamado Plan B que AMLO decidió cuando no logró mayoría constitucional para su paquete original.
Las otras cuatro leyes están a nada de tramitarse y hay apuestas de cuánto tiempo dará el presidente a sus adversarios, pues para que estos impugnen esa legislación antes ha de ser promulgada por el titular del Ejecutivo. En todo caso, uno y otros querrán jalonear a su favor el deadline para hacer reformas antes de una elección, en este caso el 2 de junio, fecha que marca los 90 días previos al arranque del proceso electoral de 2024.
De forma que la Corte tendrá la responsabilidad de decidir si el año entrante el modelo electoral impulsado por Palacio rige las elecciones. La oposición ha denunciado que ese paquete amenaza la calidad de los comicios e incluso a la equidad de estos. Mas el lopezobradorismo sostiene que es un modelo más austero, funcional y democrático.
La Corte ya tuvo esta semana una calada de lo que le espera si echa abajo esas, y otras leyes impugnadas (también hay controversias sobre la Ley eléctrica, por ejemplo). Que el almirante secretario recrimine a jueces que hayan liberado a decenas de presuntos criminales que los marinos habían detenido, que el titular de la UIF les critique incluso como malinchistas, que se señale con nombres y apellidos a impartidores de justicia que el gobierno acusa, sin pruebas, de estar de lado de criminales, es sumamente delicado.
La lucha de los poderes ha escalado. El presidente quiere ser el único actor que marque el arbitrio de las grandes decisiones, no importa si tiene o no atribuciones legales. Y no dejará de hacer muy evidente su exigencia: al declarar, por ejemplo, esta semana que el INE es un organismo “mantenido y bueno para nada” le pone a la Corte el cascabel de lo que les espera si defienden el modelo por el cual hoy los mexicanos dirimen sus comicios.
La lucha de poderes tuvo el día de la Constitución otro cale. Ese día hubo prácticamente dos discursos aunque cuatro hayan sido las personas que hablaron. Porque lo que dijo AMLO en esa fecha tenía dedicatoria clara para lo que Piña, el diputado Santiago Creel y el gobernador Mauricio Kuri. Estos tres defendieron la pluralidad y la independencia. El presidente, en cambio, descalificó la actual carta magna por el manoseo de los 35 años previos a su llegada al poder en 2018.
Los discursos del 5 de febrero son un llamado a la lucha por modelos distintos e irreconciliables. El mensaje de Andrés Manuel de ese día fue de advertencia: no se les ocurra pasarle el rastrillo neoliberal a las leyes que ahora estamos promoviendo. Es decir, por la vía de iniciativas como la del Plan B el presidente quiere modificar la Constitución, al prefigurar que los criterios de sus leyes han de marcar los artículos de la Carta Magna, y no al revés.
En esa pugna se batirá el gobierno con fuerza que sorprenderá a propios y a extraños. Porque está en juego parte de la irreversibilidad de lo que López Obrador pretende. Cambiar el modelo electoral para garantizar las condiciones de una longeva permanencia, por la vía electoral, de los suyos al mando de la República. Y los primeros que se han sumado a esa lucha son dos de sus corcholatas.
Si bien hay quien intenta despresurizar la pugna – aunque ya dobló completamente las manos y dejará pasar el Plan B, el senador Ricardo Monreal tiene diálogo con el INE y con sectores de la oposición–, tenemos a la suspirante que secunda toda propuesta de su jefe y a uno que va más allá: Adán Augusto López es un machete verbal que manda por las cocas al INE e incluso a acuerdos internacionales signados por México en derechos humanos. Ante eso que le compete, el canciller Marcelo Ebrard voltea a otro lado.
Porque la lucha de poderes es motivada, por supuesto, por el deseo del Ejecutivo por mantener su dominio sobre otro poder, el Legislativo. En 2024 el oficialismo no incurrirá en el descuido que tuvo en las elecciones intermedias. El despliegue territorial de operadores de partido que serán los mismos del gobierno es la mitad de la fórmula para retener Presidencia y aumentar tanto gubernaturas como mayorías legislativas. El abatir al árbitro es la otra parte de la estrategia: nunca más una tarjeta roja del INE a sus candidatos, nunca más una auditoría a sus operadores.
Como en muchas cosas de las que dice AMLO, hay que leer lo contrario cuando jura que él nunca ha intentado ser el poder de poderes. Y la demostración de que eso es exactamente lo que pretende lo resentirá en todos los días por venir la Suprema Corte de Justicia de la Nación y el Poder Judicial en su conjunto. La lucha será de pronóstico reservado.
Suscríbete para seguir leyendo
Lee sin límites