El nuevo Gobierno de Brasil completa este lunes sus primeros 100 días y el suceso más grave ocurrido en este periodo —el asalto bolsonarista al epicentro de la democracia— aparece desdibujado en el balance. El asunto no acapara el debate político, ha quedado en manos de los jueces y la policía mientras el presidente de la república intenta construir una relación sana con las Fuerzas Armadas. Luiz Inácio Lula da Silva, de 77 años, se ha concentrado, en el inicio de su tercer mandato, en resucitar los programas sociales para combatir el hambre y la pobreza más exitosos de su anterior etapa, colocar la política medioambiental como prioridad y marcar perfil propio en política exterior. Poco ha avanzado de todos modos porque las dos Cámaras del Congreso están inmersas en un pulso de poder que mantiene la agenda legislativa paralizada.
El 38% del electorado considera que el desempeño de su Gobierno es bueno o muy bueno, frente a un 29% que lo califica de malo o muy malo, según la encuesta Datafolha publicada hace unos días.
Lula fue elegido por una exigua mayoría de brasileños con el encargo de defender la democracia y reconstruir la tierra arrasada que dejó el ultraderechista Jair Bolsonaro, de 68 años, en cuestiones sociales, medio ambiente, cultura, mujeres o minorías. El izquierdista relanzó vía decreto presidencial programas como Bolsa Familia (contra la pobreza), Minha Casa Minha Vida (de vivienda) o Mais Médicos (atención sanitaria en áreas desatendidas) pero esas medidas caducan automáticamente a los 120 días si el Congreso no las aprueba.
Y ahí está uno de los grandes obstáculos que afronta en este arranque, explica la politóloga Beatriz Rey, de la Universidad Federal de Río de Janeiro. “Ha habido poco movimiento respecto a la agenda prioritaria del Gobierno porque está rehén del Congreso, no consigue que analice las medidas provisorias (los decretos)”. Esta investigadora especializada en el Congreso brasileño explica, al teléfono, que la parálisis obedece más a un pulso entre los presidentes de la Cámara alta y la baja por el poder y el control de la agenda legislativa que al dominio que ostenta la mayoría bolsonarista. “Veo a la oposición desarticulada”, dice aunque lo atribuye en parte a que el debate legislativo no ha tomado impulso. Pronostica la experta que “la relación entre el Ejecutivo y el Legislativo no va a ser fácil, como no lo fue en 2003″.
Lula, un optimista nato que lleva medio siglo en política, reconoce que tiene ante sí un panorama complicado. “Cuando estás en la oposición, dices lo que quieres. Cuando estás en el Gobierno, haces lo que puedes”, admitió este jueves en un desayuno con periodistas en Brasilia.
Ante esa tesitura en casa, el mandatario prefiere lucirse en el extranjero. Con el despliegue de ese encanto que le caracteriza, ha dedicado mucha energía a mostrar al mundo que Brasil está de vuelta, a reestablecer relaciones con los principales líderes del planeta tras el ostracismo que trajo Bolsonaro.
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Pero su empeño en marcar perfil propio enfada a Occidente en un mundo más complejo que el de dos décadas atrás. Lula quiere impulsar una mediación en la guerra de Ucrania, pero cuando se niega a armar a la invadida Ucrania o dice que debería renunciar a Crimea molesta, como cuando apuesta por dialogar con el régimen de Nicaragua o permite atracar a buques de guerra iraníes. La semana próxima emprende el viaje a China, una visita oficial crucial en términos comerciales y políticos que tuvo que aplazar por una neumonía. Ya visitó Washington y a los principales vecinos.
El líder del Partido de los Trabajadores es un presidente mucho más débil que en sus dos anteriores mandatos (2003-2010): uno, ganó las elecciones por la mínima; dos, el Congreso es más poderoso que entonces; y el derrotado Bolsonaro promete liderar la oposición. Y luego están los militares, envalentonados tras haber ganado poder y visibilidad con Bolsonaro.
La politóloga Rey sostiene que el “otro gran problema del Gobierno Lula son las relaciones civil-militares”. Ahí Lula quiere enmendar la Constitución para obligar a los militares en activo a pasar a la reserva si quieren asumir altos cargos o concurrir a las elecciones. Una situación que personifica el general Eduardo Pazuello, que asumió el Ministerio de Sanidad en lo peor de la pandemia y nunca contrarió al jefe Bolsonaro; ahora es diputado federal.
De todos modos, la experta apunta: “No creo que esa PEC [propuesta de enmienda constitucional] resuelva el problema estructural de la relación con entre los civiles y los militares. Desde el fin del régimen militar es algo que se barre bajo la alfombra”.
Para el electorado lo más urgente es comida en la mesa y todo lo que atañe al bolsillo. Como suele decir Lula, los hambrientos y pobres siempre tienen prisa.
El día que Bolsonaro regresó de Florida (EEUU), el Gobierno presentó una de las medidas más esperadas en el plano económico, una nueva regla fiscal para sanear las cuentas públicas sin sacrificar la lucha contra el hambre que padecen 33 millones de compatriotas y la pobreza que afecta a muchos. Y en los próximos meses pretende proponer una reforma tributaria.
Lula desoyó todos los llamamientos a colocar a un tecnócrata liberal al frente de la política económica para elegir a uno de los hombres en los que más confía: Fernando Haddad, que es de su partido y asumió la candidatura presidencial en 2018, cuando él estaba encarcelado. Haddad ha sufrido en estos tres meses el fuego amigo del ala izquierda de su propio partido, mientras la ministra Simone Tebet, símbolo de los socios de centro derecha, no deja de alabar sus propuestas.
El presidente Lula también se ha pegado algunos tiros en el pie durante estos 100 días. Embiste reiterada y públicamente contra el Banco Central por mantener los tipos de interés al 13,75%, pero sobre todo se consideró indigno de su cargo y de su trayectoria vital que dijera que el plan descubierto por la policía para matar a Sérgio Moro, el juez que lo encarceló, era “un montaje”. Moro, que fue brevemente ministro de Bolsonaro, es ahora senador.
El ultraderechista tiene planes de recorrer el país con sus marchas moteras para revigorizar el bolsonarismo —alicaído y desconcertado desde que su líder entró en shock al perder las elecciones— pero no puede obviar que el cerco judicial es cada vez más estrecho. Ahora que ya no tiene ningún cargo electo ni inmunidad, la policía lo interrogó hace unos días. Pero, como recuerda la estudiosa del Congreso, no está del todo claro que se embarque a fondo en liderar a la derecha conservadora de Brasil. “A Bolsonaro nunca le gustó trabajar. Pasó 30 años en el Congreso sin realizar una labor legislativa significativa”.
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