Luz Jiménez es la maestra rural que Diego Rivera pintó en los muros de la Secretaría de Educación Pública. Es también la campesina que el muralista retrató junto a los insurgentes en el Palacio Nacional; la indígena de trenzas que vende antojitos en Sueño de una tarde dominical en la Alameda Central y las figuras que representan la fe, la sabiduría y la tradición en el mural La creación. Es la Malinche desnuda que José Clemente Orozco colocó junto a Hernán Cortés en las escaleras de Colegio de San Ildefonso. Es la mujer con la lira que trazó Rufino Tamayo en el antiguo Conservatorio Nacional de Música. Es la figura que sostiene los cántaros en la escultura del Parque México. Es la madre que Jean Charlot retrató con su hija en brazos y la mujer persignándose de Frenando Leal. Es una presencia constante que muchas veces ha pasado inadvertida.
“Luz Jiménez es parte de una leyenda para muchas personas”, cuenta la historiadora Carmen Tostado. Aunque fue central en la creación de la imagen nacional que proyectó el muralismo mexicano a principios del siglo XX, su nombre se conoce poco fuera de los círculos expertos. “Si dices Frida Kahlo o Nahui Olin todo el mundo sabe quiénes son. Si dices Luz Jiménez no creo que mucha gente lo sepa. Sin embargo, es una presencia que está. ¿Cuánta gente pasa por el Parque México y ve la Fuente de los Cántaros y no sabe quién es la modelo?”, dice Tostado. La historiadora es una de las curadoras de El espíritu del 22, una muestra que se expone hasta junio en el Colegio de San Ildefonso y que, entre otras cosas, recupera su historia. “Luz es el rostro de la escuela mexicana de pintura”, resume Tostado.
La modelo usó muchos nombres y apellidos hasta que eligió el definitivo. Luz, Luciana, Lucha o Juliana; Martínez, Pérez, Jiménez o González. El verdadero era Julia Jiménez. Nació a finales del siglo XIX en Milpa Alta, una zona rodeada de cerros boscosos en el sur de Ciudad de México. A los 19 años, cuando la Revolución llegó a su pueblo y las tropas federales masacraron a su padre y a otros hombres, ella tuvo que huir con su madre y sus hermanas. Así llegó al pueblo de Santa Anita, donde se había fundado la primera Escuela de Pintura al Aire Libre. Con esa iniciativa, los artistas pretendían alejarse de los lineamientos de la Academia de San Carlos y las tradiciones de pintura europea. “Es ahí”, dice Tostado, “donde se encuentran los mundos de Luz Jiménez y de los pintores”.
Jesús Villanueva, nieto de la modelo y guardián de su archivo, avisa en el libro Luz Jiménez, símbolo de un pueblo milenario que “no se sabe con exactitud cómo se enroló en el medio artístico”. Una de las teorías supone que los pintores de esa escuela la convencieron de modelar después de que ella ganara un concurso de belleza; otra versión cuenta que encontró un anuncio de empleo en el centro de la ciudad cuyo único requisito era “quedarse quietecita”. Su nieto apenas la conoció porque tenía tres años cuando ella falleció, pero se ha dedicado a estudiar su biografía y a difundir su legado. Él escribió que Luz Jiménez era una persona “deseosa de superarse”. Quizás eso la colocó en el centro.
A la semana, los artistas le pagaban 22 pesos por modelar, según quedó registrado en recibos que conserva la familia. Por eso, también trabajaba para ellos en empleos que iban “de sirvienta a cocinera”, escribió su nieto. En un artículo de Excélsior de 1961, Luz Jiménez contó que cuando Diego Rivera la necesitaba iba a buscarla a su pueblo en camioneta: “Me tuvieron como si fuera de la casa, con un departamento, teléfono, libros”. Pero también era amiga de ellos, especialmente de Jean Charlot, que fue el padrino de su hija, Concha, y de quien quizás aprendió las canciones con las que arrullaba a sus nietos en francés. La Nochebuena de 1925, cocinó para él y otros amigos y así los recordó el fotógrafo Edward Weston en sus Diarios: “Luziana cocinó una sabrosa comida típicamente mexicana. ¡Qué bravo la chile! (…) Conchita fue la invitada importante [sic]”.
Luz Jiménez también invitó al muralista Fernando Leal a peregrinar al santuario del Señor de Chalma, en el Estado de México. Él después lo pintó en los muros de San Ildefonso, entre 1922 y 1923. En La fiesta del Señor de Chalma, un danzante mira fijo al frente, como poseído, mientras alrededor personajes con máscaras, niñas vestidas de blanco, campesinos con velas y otras figuras participan en la celebración. Luz Jiménez es allí la mujer que se persigna, también la que lleva el rebozo azul y la que está de espaldas con falda. “Es una relación compleja, ¿o completa? No lo sé”, señala Tostado. “Luz supo transmitir su mundo, por eso la buscaban. Muchachas indígenas bonitas había muchas, pero la manera en la que los involucraba hizo que crearan lazos de amistad. Había un interés mutuo y de reconocimiento del mundo del otro. La veo a ella, pacientemente posando y viéndolos con la misma curiosidad que la veían a ella”, agrega Tostado.
Matylda Figlerowicz, crítica literaria e historiadora del arte, cree que “se la puede describir como un punto de gravedad” dentro de los círculos artísticos de la época. “Ella sentía el deseo de estar ahí y se le daba bien modelar. Por lo que todos cuentan, era una persona muy carismática y su físico respondía a lo que la gente quería ver como una mujer indígena representada en el arte”, señala. La historiadora Blanca Garduño ha descrito su “cara ovalada, su vigoroso mentón redondo, el pelo lacio y trenzado, la tez morena y el cuerpo robusto”. El crítico Alberto Híjar ha señalado una “corporeidad a la altura de las expectativas” y “necesaria para la representación de lo nacional”. “Pero creo que nos quedamos cortos si solo pensamos en eso porque ella fue representada de maneras tan distintas”, continúa Figlerowicz.
La investigadora, becada en Harvard, estudia el “amplio trabajo intelectual” que hacía Jiménez, quien colaboró con antropólogos y lingüistas. “Ellos dirían que como ‘informante’, pero fue, más bien, maestra y autora”, escribe Figlerowicz en el ensayo La formación de la imagen de Luz Jiménez. El trabajo de Figlerowicz se suma al de otros académicos que en los últimos años han buscado “cambiar la narrativa” sobre la vida y obra de la modelo. Fue ella, por ejemplo, quien le enseñó náhuatl a Charlot. Suyos son los recuerdos que narra el historiador Fernando Horcasitas en De Porfirio Díaz a Zapata. Memoria náhuatl de Milpa Alta. Las únicas publicaciones que firmó con su nombre, sin embargo, son dos textos en el periódico Mexihkatl Itonalama editado en náhuatl por el antropólogo Robert Barlow, dice Figlerowicz. “Esto nunca fue una fuente de ingresos estable para ella”, avisa la historiadora del arte, y agrega: “Todos querían tenerla alrededor, pero no la trataban de la misma manera”.
Luz Jiménez murió atropellada una mañana cuando se dirigía a trabajar. Tenía 68 años. Aunque su obituario se publicó en los periódicos, donde se destacó que era “muy conocida en los círculos del arte y la antropología”, tras su muerte quedó olvidada. En 1994, una exposición que repasaba el trabajo de Charlot la “rescató”, contó su nieto en una conferencia organizada el 8 de marzo de 2021. “Se dan cuenta de que había una modelo que había impactado a los artistas”, dijo Villanueva. El nieto contó ese día que hasta 2021 se habían curado cuatro exposiciones dedicadas a su abuela, como una organizada por la Casa Estudio Diego Rivera y Frida Kahlo en 2000.
El pasado 28 de enero, aniversario de su nacimiento y de su muerte, fue quizás el día que su figura tuvo mayor difusión entre el público en general, cuando Google le dedicó un doodle, la reseña que aparece en la página principal del buscador en fechas determinadas. El texto la describe como “la mujer más pintada de México” que, sin embargo, fue “relativamente desconocida”.
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