Cuando una manifestación hace temblar el Zócalo, la sacudida no solo se siente en la plaza, ese centro simbólico del poder popular. Dos kilómetros a la redonda el tráfico colapsa; los cláxones, banda sonora omnipresente de la Ciudad de México, peinan el aire; y por las calles se desgajan grupos de personas encaminados hacia un mismo punto, como las agujas de una brújula dirigidas siempre hacia el norte. El centro de la capital es un imán político que este domingo atrae a una corriente de rosa fucsia y pulcro blanco que ha inundado las cuatro esquinas del ágora chilango. La causa que moviliza hoy es la oposición a la reforma electoral del presidente mexicano, Andrés Manuel López Obrador, y la defensa al Instituto Nacional Electoral (INE), amenazado por la medida. Aunque, si se pregunta a los manifestantes, lo que muchos responderán con cierto tono épico es que, en realidad, lo que han venido a defender es la patria, la libertad y la democracia.
“El INE es una institución autónoma que ha garantizado hasta el día de hoy unas elecciones limpias. Este señor que está gobernando llegó gracias al INE y ahora lo quiere quitar e imponer reglas para perpetuarse en el poder junto con sus huestes”, sentencia Alejandra Orduña, una manifestante jubilada de la delegación Benito Juárez. La gente camina rápido para llegar al Zócalo. Los puestos callejeros ven de reojo como sus potenciales clientes pasan por su lado sin siquiera detenerse a mirar. En el aire se respira un cierto aire de nerviosismo, prisa y urgencia. El antiguo Distrito Federal es una ciudad a la que las manifestaciones no le son extrañas; una urbe que ha forjado su personalidad en las calles y sabe que tomar las avenidas es la mejor manera de demostrar el músculo popular ante el mandatario de turno.
En esta protesta están todos esos elementos, todas las pequeñas piezas que conforman la idiosincrasia de las protestas sociales: hay banderas y pancartas, camisetas con consignas políticas y contingentes llegados desde todos los rincones del país en autobuses que descansan en los alrededores del centro de la ciudad. Y, sin embargo, algo es diferente. El ambiente, la presencia, la gente, la cronología. “Está muy fresa”, dice la editora de una importante revista mexicana que ha venido a cubrir la marcha.
Parece que ha presionado la tecla correcta. Pese a que hay gente de todos los estratos sociales, es difícil ver en una manifestación tantas impolutas camisas blancas y polos rosas, tantos sombreros elegantes para taparse del calor, tantos selfis con sonrisas de dientes perfectos. Contrastan con la imagen habitual: cabezas rapadas, emblemas sindicales, consignas campesinas. La duración resalta también: menos de una hora después del inicio de la concentración —convocada a las once de la mañana—, por la megafonía ya ha hablado el último orador, las gargantas ya han desafinado con el himno nacional y mareas de personas abandonan el Zócalo a marchas forzadas. “Son superpuntuales y superexprés, como una misa”, bromeará una periodista mexicana.
Verónica, de 52 años, y José Luis, de 55, caminan de la mano vestidos a juego con los colores de la marcha. “Tenemos miedo a que [López Obrador] siga tomando el poder, el INE está amenazado”, coinciden. En las calles hoy se veía la amalgama que forma la oposición a Morena, el partido del presidente. Un amasijo algo difuso que engloba a la derecha política, pero también 117 organizaciones de la sociedad civil que han convocado la protesta y una parte importante de la población que vigila con recelo los movimientos del dirigente. “[El presidente] viene de otros partidos, el PRI, el PRD, el PT, y está traumado por el poder. Todos teníamos esperanza por el cambio, pero no creo que sea lo conveniente para el país ahora”, protesta Elia (68 años), una contable ya jubilada de Iztapalapa, una de las alcaldías más sobre pobladas, pobres e inseguras de México.
Orlando Olvera, de 33 años, es funcionario en el INE, al igual que otros miembros de su familia: “Hay derechos que necesitamos hacer valer, pero sobre todo que no se vea afectada nuestra democracia”. Magdalena Rodríguez, de 70 años, lleva un collar y pendientes de perlas y se ayuda en un bastón para caminar. “Nunca me había involucrado en la política, pero hoy sí me importa porque veo que vamos en declive total. No queremos llegar a un comunismo. [López Obrador] se cree Dios y no lo es. Tampoco es el dueño del país”, arremete.
El pasado noviembre la oposición, capitaneada por la coalición del PAN, el PRI y el PRD, ya salió a las calles con idénticos motivos, aunque aquella vez recorrieron el Paseo de la Reforma y concluyeron en el Monumento a la Revolución. López Obrador lanzó entonces un desafío: “No hubiesen llenado ni la mitad del Zócalo, ayer marcharon yo creo que unos 50.000 o 60.000, y la plancha se llena con 125.000. Ojalá y le sigan, que se propongan llenar el Zócalo porque las luchas, aun cuando se trate de mezquindades, requieren de perseverancia”.
Dicho y hecho. La oposición tomó el testigo y hoy parecía responder con un grito colectivo a los desaires del presidente. “Esto está lleno”, celebraban los convocantes por megafonía entre aplausos. Aunque la causa oficial era la defensa del INE y la oposición al “Plan B” de la reforma electoral de López Obrador, la marcha ha sido una suerte de plebiscito popular y callejero sobre la figura del presidente.
Las medidas que propone el mandatario, que defiende que conseguirá un ahorro de 3.500 millones de pesos, implican la pérdida de poder del INE, el ente independiente que regula el correcto funcionamiento de las elecciones mexicanas. También el despido de cientos de trabajadores de la institución en los 32 Estados del país; una mayor permisividad para el despliegue de propaganda gubernamental y nuevos límites a la capacidad del organismo para sancionar a funcionarios que públicamente se expresen a favor de un candidato.
Al final de la marcha, mientras suena el himno nacional, una nube de polvo rosa es disparada en medio del Zócalo. Los colores ascienden en el aire y van difuminándose mientras se mezclan con las torres de la catedral. Los manifestantes se apresuran a abandonar la abarrotada plaza. Unos minutos después, en el metro, el rosa y el blanco ya apenas se ven.
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