Matar al mensajero | España

Sorprendentes son las reacciones que en un sector de la opinión han provocado las recientes resoluciones del Tribunal Supremo dictadas por el magistrado instructor de la causa del procés Pablo Llarena, atinente a la atribución delictiva que pesa sobre Carles Puigdemont, y de la Sala de lo Penal, presidida por Manuel Marchena, ponente del asunto, acerca de los efectos producidos por la reciente reforma del Código Penal sobre las penas impuestas a los condenados por la intentona golpista del 1-O, en las cuales se hacen relevantes consideraciones relativas al contenido de la mutación normativa auspiciada por el Poder Ejecutivo y ERC y ejecutada por los grupos políticos que —si els plau— le otorgan sustento parlamentario.

Dichas reacciones se sitúan en la brumosa estela de la pésima costumbre de matar al mensajero. Por suerte, los referidos autos judiciales, a diferencia de las cartas recibidas por el rey Mulhacén en su paseo desde la Puerta de Elvira a la de Bibarrambla con la noticia de la derrota de sus huestes en Alhama, no pueden ser echados en el fuego para disipar, en la ceniza y el humo de la indiferencia social, la clarificación judicial de las consecuencias de unas modificaciones legales que se muestran tan claudicantes para el Estado, en lo político, como chapuceras, en lo jurídico.

Sin descender al examen de las descalificaciones que se han vertido contra la prosa de los magistrados citados, pues la lectura de los autos basta para constatar la claridad y elegancia de su redacción, conviene centrar la atención en el insólito reproche de activismo que se les formula.

Tal reproche es, simplemente, disparatado, pues ignora la esencia del régimen de separación de poderes, nuestra tradición jurídica y el ordenamiento vigente.

Como afirmaba James Madison, si los ángeles gobernaran a los hombres no serían necesarios controles, ni externos ni internos (The Federalist Papers, número 51). En este mundo el último control frente a la actuación de los poderes públicos se encuentra constituido por la jurisdicción. Los jueces pueden calificarse como la boca de la ley, como sostenía Montesquieu, pero ni su boca es muda ni son ágrafos. Únicamente desde una comprensión del Estado imbuida en el “principio de unidad de poder y coordinación de funciones”, franquista, puede identificarse a los jueces con autómatas programados para hacer la voluntad de los políticos, con independencia de superiores exigencias normativas de carácter legal o constitucional.

Pero más chocante aún es que la objeción se refiera a la argumentación contenida en resoluciones que ponen al descubierto la impunidad en que la reforma penal ha situado a conductas subversivas del orden constitucional, cuando el esclarecimiento de la situación creada constituye, para la judicatura, una obligación legal, contenida en el mandato imperativo establecido por el artículo 4.2 del Código Penal.

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La norma hunde sus raíces en una tradición de más de 200 años, que arranca con el artículo 110 del primer Código Penal de España, promulgado en 1822, durante el Trienio Liberal. Más adelante, el Código de 1848 incorporaría, en el párrafo segundo de su artículo 2, la redacción de la norma que se ha mantenido hasta el día de hoy (en los Códigos de 1850, 1870, 1928, 1932, 1944, 1973 y 1995): “En el caso de que un tribunal tenga conocimiento de algún hecho que estime digno de represión y no se halle penado por la ley, se abstendrá de todo procedimiento sobre él y expondrá al Gobierno las razones que le asistan para creer que debiera ser objeto de sanción penal”. Es obvio que en los trámites de instrucción y de ejecución de sentencia la abstención de todo procedimiento y la simple exposición de la situación no constituyen la vía adecuada, puesto que son las resoluciones sobre los efectos de la reforma el lugar en el cual los magistrados han de cumplir el taxativo mandato de advertencia sobre la impunidad indicado. No por un inveterado capricho legal, sino por importantes razones: i) la conveniencia de procurar el perfeccionamiento técnico del Derecho Penal; y ii) más importante aún, la necesidad de asegurar que la justicia penal proporciona una respuesta institucionalizada a hechos que la sociedad y la comunidad jurídica perciben como intolerables, con el fin de sostener la credibilidad del Estado como instancia que monopoliza la coerción como respuesta frente al delito, para el mantenimiento de la paz, como asevera Alba Rosell Corbelle.

Un sistema constitucional puede ser subvertido mediante conductas distintas al uso de la violencia o la intimidación. La desinformación como arma política, los ataques informáticos contra centros neuronales del sistema democrático no precisan del uso de la fuerza física ni del amedrentamiento de la población y pueden desestabilizar muy gravemente el orden constitucional. Pero el fenómeno no es nuevo. El Código Penal de la Segunda República castigaba con prisión mayor el atentado contra la Constitución, incluida la integridad territorial de España, practicado con “astucia, o cualquier otro medio”, en su 243. El Poder Judicial, a través de los autos redactados por los magistrados Llarena y Marchena, advierte de la desprotección de la Constitución que gobernantes y legisladores vanidosos y técnicamente incompetentes, conchabados con los enemigos de nuestra Ley Suprema, han ocasionado al suprimir el delito de sedición. Ojalá la ciudadanía española no tenga que lamentarlo en el futuro. Ay de mi Alhama, dirán.

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