Corre el año 1792 cuando dos astrónomos franceses parten de París viajando en direcciones opuestas. Uno lo hace hacia el Norte, el otro se dirige hacia el Sur. Tienen una misión: medir el tamaño del mundo. Tardarán 7 años y gracias a ellos, entre otros, tenemos el metro y un lenguaje universal de las medidas: el Sistema Internacional.
El Sistema Internacional surge a la sombra de la revolución francesa: derechos universales reclaman medidas universales y para que el patrón estándar de medida no fuese el resultado de una nación o un grupo utilizaron como su unidad fundamental la medida del mundo mismo, o más concretamente, el arco de meridiano que conecta Dunquerque con Barcelona. Plantearon esta medida para poder definir el metro como una diez millonésima parte de la distancia del polo Norte al ecuador. El metro sería invariable porque la Tierra lo es.
Se forjó la medida del metro en una barra de platino y desde entonces, con sus más y sus menos, la mayor parte de las naciones han adoptado el Sistema Internacional de medidas o métrico. El error de no hacerlo lo han pagado caro, por ejemplo, los estadounidenses: cabe mencionar la pérdida de 125 millones de dólares y la desaparición de un satélite, el Mars Climate Orbiter, cuando dos equipos de ingenieros trabajando con dos sistemas de unidades diferentes provocaron un error en su trayectoria. El satélite acabó más cerca de la superficie del planeta de lo esperado y se destruyó en su atmósfera.
La expansión del cosmos se determina con una fuente de luz lejana, y obtenemos que el universo se expande a 74.02 kilómetros por segundo cada 3.26 millones de años luz, inimaginablemente rápido a nuestras escalas de mortales humanos
Está claro que una medida como el metro no nos sirve una vez que salimos de la Tierra y nos enfrentamos a las enormes distancias que manejamos en el universo. Pero la idea de los patrones universales sí. Y hace años tenemos un pequeño problema, más bien gran problema, en hacer encajar diferentes patrones de medida cuando tratamos de determinar cómo ha crecido el universo mismo.
Para medir cómo ha crecido el universo solo hay que medir a qué velocidad se alejan las galaxias (lo cual es relativamente fácil gracias al efecto Doppler cosmológico) y a qué distancia están de nosotros (esta es la parte más difícil).
En principio, la historia de la expansión del cosmos se puede determinar utilizando un truco sencillo: tomamos una fuente de luz de brillo conocido, si su luz es más débil es que está más lejos. Ahora solo tendríamos que esperar, literal, ya que empleamos un cierto tipo de supernovas y tenemos que esperar a que exploten, a que se enciendan esas fuentes de luz en diferentes galaxias. Una colección de esas medidas, en un rango suficiente de distancias, produciría un registro histórico completo de la expansión del universo.
Efectivamente, hemos conseguido medir ese valor con la mayor precisión posible usando supernovas tipo Ia y cefeidas, y obtenemos que el universo se expande, citando una medida reciente y precisa, a una velocidad de 74.02 kilómetros por segundo por megaparsec. Un megaparsec es un millón de parsecs, o aproximadamente 3.26 millones de años luz o sea que la expansión en unidades en las que quizás estén más familiarizados sería 74.02 kilómetros por segundo cada 3.26 millones de años luz, y para expresarlo en metros tendría que llenar páginas de ceros, por lo que es casi inimaginablemente rápido a nuestras escalas de mortales humanos.
Y con ese valor estaríamos más bien felices, eso si afinando sus errores midiendo, por ejemplo, otra clase de señalizaciones como las Cefeidas con GAIA. Pero ocurre que también podemos determinar la expansión del universo cuando era joven y el valor que se obtiene es diferente. Aquí está el problema. Este método independiente se basa en el fondo cósmico de microondas que diciéndolo de un modo sencillo sería la fotografía en forma de resplandor que permea todo el cielo y que nos dejó el Big Bang a los 379,000 años cuando el universo solo era un plasma caliente y denso. La mejor medida de la expansión a edad temprana la ha proporcionado el telescopio espacial Planck y según Planck el universo se debería estar expandiendo un poco más lento que lo que nos da la otra medida a 67.4 km por segundo por megaparsec.
Medidas de la constante a partir del universo actual (medido por los telescopios espaciales Hubble y Gaia) proporcionan un valor, diferente de medidas cuando el universo era jóven (medido por el telescopio Planck) y aunque la diferencia es de un 10% que puede parecer muy poco, pensemos que estamos hablando de lo más grande que hay, el cosmos. Si la diferencia se debe a errores de medida en ambos métodos, refinarlos no es sencillo, los cosmólogos tendrían que hacer algo que no les gusta demasiado y es estudiar estrellas para entenderlas. Hay nuevas determinaciones de la constante de Hubble con un método diferente para medir la distancia (usando estrellas gigantes rojas) que queda entre ambos valores y que literalmente resolvería el problema.
Si no conseguimos que las diferentes medidas concuerden tendremos claro que algo falla y entonces quizás tengamos que inventar algo totalmente nuevo. O quizás no, y nos baste con entender mejor a las estrellas, los lugares donde se forman y sus finales. La alternativa es la más emocionante, así que soñemos pues, si la diferencia no se debe a errores sistemáticos, si es real, implicaría física más allá del modelo estándar cosmológico: aumento de la energía oscura, curvatura que no sea cero, energía oscura temprana, quizás una nueva partícula relativista (radiación oscura). Suena bien, ¿verdad? Esperemos a ver qué nos dicen las nuevas medidas con el telescopio James Webb.
Vacío Cósmico es una sección en la que se presenta nuestro conocimiento sobre el universo de una forma cualitativa y cuantitativa. Se pretende explicar la importancia de entender el cosmos no solo desde el punto de vista científico sino también filosófico, social y económico. El nombre “vacío cósmico” hace referencia al hecho de que el universo es y está, en su mayor parte, vacío, con menos de un átomo por metro cúbico, a pesar de que en nuestro entorno, paradójicamente, hay quintillones de átomos por metro cúbico, lo que invita a una reflexión sobre nuestra existencia y la presencia de vida en el universo. La sección la integran Pablo G. Pérez González, investigador del Centro de Astrobiología; Patricia Sánchez Blázquez, profesora titular en la Universidad Complutense de Madrid (UCM); y Eva Villaver, investigadora del Centro de Astrobiología.
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